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Mareando la perdiz

Donald Trump ha incrementado los aranceles al acero y al aluminio con el argumento de proteger a los trabajadores estadounidenses. Ya saben: America First.

No estoy muy seguro de que esa sea la auténtica razón; puede que, una vez más, esté mintiendo. Y si realmente lo fuera, también sería preocupante, porque demostraría su profunda ignorancia en asuntos económicos.

En principio, podría pensarse que establecer unos aranceles elevados, como ha hecho (el 25 por ciento para el acero y el 10 por ciento para el aluminio), daría lugar a resultados positivos. Pero nada más lejos de la realidad. Los ha impuesto, exclusivamente, para China, ya que finalmente no lo hará para la Unión Europea, quizá por miedo a emprender una guerra comercial de demasiado alcance. No hay que olvidar las palabras de Jean Claude Juncker, cuando le advirtió que los europeos también podemos hacer estupideces, en respuesta al anuncio del presidente estadounidense. Pero en el fondo es ridículo, porque la mayor parte del acero que importa EE UU procede de Canadá, Brasil y México, países que, al menos temporalmente, están exentos del arancel.

Así que, los aranceles establecidos por Trump no van a conseguir que la producción de acero, que «emigró» hace años, vuelva a EE UU, y tampoco los empleos que se destruyeron. Es más, lo que sí podrían conseguir, en el improbable caso de que la política tuviera éxito, es fortalecer el dólar norteamericano, lo que, en último término, encarecería los productos de fabricación local, dañando las exportaciones que en la actualidad sean competitivas, y puestos de trabajo en tales producciones.

Trump está «despistando al personal». No podemos olvidar que EE UU ha predicado, durante muchísimo tiempo, todas las bondades de la liberalización de la economía y, por tanto, de la desregulación y la eliminación de los aranceles, como la mejor vía para crear riqueza en todas las naciones. Generaciones completas de economistas han sido educadas en los principios del liberalismo: mercados libres, pocas -mejor ninguna- barreras al comercio y escasa, o nula, intervención gubernamental.

Esta filosofía se ha querido exportar incluso a los países en vías de desarrollo, que, siendo dependientes, como son, de las finanzas internacionales, no han tenido más opción que tragarse los remedios neoliberales, eliminando aranceles, cuando sus propios economistas, con razón, les aconsejaban que no debían hacerlo para ser, al menos parcialmente, autosuficientes en algunos sectores productivos estratégicos. En otros términos, puede tener sentido que una economía emergente introduzca aranceles, en particular para el aluminio y el acero; pero no así una economía desarrollada, como la estadounidense, cuyas fortalezas han de ser otras, basadas en la investigación, el desarrollo y la innovación.

No obstante, hay quienes, en mi opinión desde una visión de izquierda trasnochada, están defendiendo a Trump porque se supone que está actuando en favor de su propio país, solidarizándose con las empresas y los empleos locales y luchando contra la globalización. El argumento es que el presidente, al imponer aranceles comerciales, simplemente, está cumpliendo con sus promesas electorales, intentando ayudar a los trabajadores industriales estadounidenses, impidiendo que más productores de acero y de aluminio se vayan al extranjero e incentivando a que los que se marcharon vuelvan.

Según estos argumentos, los políticos de izquierda deberían agradecer a Trump que corte con el neoliberalismo absurdo y recobre el sentido de potenciar la producción nacional. Pero una cosa es estar en contra del neoliberalismo y otra muy distinta es estar a favor del proteccionismo.

Por eso, acusar a los europeos de haber reaccionado con dureza a la política comercial de Trump, única y exclusivamente por el simple hecho de que procede de este presidente «singular», es simplemente falso. La crítica procede del hecho de que el proteccionismo de Trump se basa en premisas inexactas (como «basura económica» ha llegado a calificarlo Krugman) y, además, no ofrece alternativas a lo que ha venido predicando el Partido Republicano durante mucho tiempo.

El problema con esta política comercial es que no sabemos en realidad qué es lo que pretende. EE UU tiene un déficit comercial que, en estos momentos, es mucho menos importante que en otros de la historia reciente y se encuentra en una situación práctica de pleno empleo.

Pero es que, además, los más prestigiosos economistas demostraron hace ya mucho tiempo que la política comercial (imponiendo aranceles o contingentes a la importación, por ejemplo) no tiene efectos reales sobre la balanza comercial. Esta afirmación puede parecer sorprendente, pero no lo es tanto si recordamos que las exportaciones netas (diferencia entre lo que se exporta y lo que se importa) han de ser, necesariamente, iguales a la inversión exterior neta (diferencia entre los que invierten los extranjeros en el país y lo que invierten los locales en el extranjero). O dicho de otra forma, el déficit comercial de EE UU es la consecuencia de que los extranjeros invierten en EE UU más de lo que los estadounidenses invierten en el extranjero. Simplemente es una identidad contable y, por tanto, la política comercial, nada puede hacer al respecto, porque el saldo de la balanza comercial no altera el ahorro nacional ni la inversión interior.

Precisamente por ello, los efectos de la política comercial son más de carácter microeconómico que macroeconómicos. En el caso que nos ocupa, hipotéticamente, si la política tuviera éxito los productores locales de acero y aluminio se verían beneficiados, pero por la vía del tipo de cambio, el coste lo asumirían el resto de los sectores locales.

Desde Adam Smith y David Ricardo sabemos que el libre comercio da lugar a beneficios globales: aumenta el tamaño de la tarta, incrementa el bienestar. Y aunque no afecta, microeconómicamente, a todo el mundo por igual, genera la capacidad de que, a través de la intervención del Estado, los ganadores puedan compensar a los perdedores.

En su «Introducción a la Economía», el nobel Samuelson señalaba que los argumentos a favor de una elevada protección arancelaria son básicamente de tres tipos: los que son falsos Donald Trump seguro que se ha acogido a algún argumento de naturaleza no económica -que al menos yo desconozco- para hacer lo que ha hecho, produciendo más ruido que otra cosa y, sobre todo, mucha inestabilidad en los mercados de valores, ya suficientemente volátiles por los esperados cambios en las políticas monetarias de los grandes bancos centrales.

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