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Aprendiendo de nuestros errores

¿Gravar la revolución robótica?

¿Gravar la revolución robótica?

El debate sobre el impacto de la cuarta revolución industrial -la de la digitalización, la robótica y la inteligencia artificial- en el mercado laboral y, más ampliamente, sobre el conjunto de la sociedad, esto es, sobre la vida de las personas, no es, en absoluto, nuevo.

Algunos consideran que, aunque haya gente que no quiera pensar en ello, la humanidad se dirige hacia un nuevo tiempo, en el que se perderán millones de puestos de trabajo y se ampliará la enorme brecha que ya existe -hasta convertirse en insalvable- entre los más ricos y los más pobres. Sobre la escala, alcance y complejidad de esta nueva revolución industrial, Klaus Schwab vaticina que la transformación va a ser distinta a cualquier otra cosa que el género humano haya experimentado antes.

Por el contrario, otros consideran que ese mismo temor es tan viejo como el de la primera revolución industrial. Temores históricos que jamás se han materializado, porque las personas somos incapaces de prever cuántas necesidades van a generarse como consecuencia de los avances tecnológicos que hoy no podemos imaginar. Se destruirán, sí, millones de trabajos, pero, en paralelo irán creándose otros.

Según el Banco Mundial, dos de cada tres puestos de trabajo, en el mundo desarrollado, pueden ser ya desempeñados por sistemas automatizados. Si esto es así, y la sustitución de las personas trabajadoras por cualquier tipo de robots se acelera, el cambio será muy traumático, en ausencia de algún periodo de transición. La cuestión que se plantea es cómo evitar una fuerte y desgarradora ruptura social.

Las respuestas no son sencillas, pero resulta evidente que debemos empezar a ocuparnos del asunto y explorar, sin rechazos apriorísticos, distintas alternativas.

Una de las que está más de moda, es la idea de establecer algún tipo de gravamen a los robots: que los mismos «paguen» impuestos. Es obvio que los robots, que no son más que máquinas sofisticadas, no son personas y, por tanto, no pueden pagar impuestos o realizar cotizaciones a la Seguridad Social. Pero es igualmente indiscutible que cuando una persona deja de trabajar porque se la sustituye en un proceso de automatización, ésta deja de pagar impuestos y ni ella, ni la empresa en la que trabajaba cotiza a la Seguridad Social. Se pierden así unos ingresos que son vitales para sostener el sistema que nos hemos dado.

Quizá por ello, en mayo del pasado año, la diputada Mady Delvaux del grupo Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas en el Parlamento Europeo, presentó un informe ante la Comisión de Asuntos Jurídicos, en el que se hacía hincapié en el hecho de que los robots pueden favorecer el aumento de las desigualdades en la distribución de la renta y de la riqueza, donde se proponía que era necesario «introducir requisitos de información corporativa sobre el alcance y la contribución de la robótica y la inteligencia artificial a los resultados económicos de la empresa a efectos de impuestos y contribuciones a la seguridad social».

Casi todas las opiniones que he leído sobre tal propuesta han sido negativas. Se sugiere que gravar a los robots es una idea lamentable, que irá, exclusivamente, en perjuicio de la economía, basada en la falsa idea de que los robots destruirán puestos de trabajo cuando, en realidad, lo único que harán será cambiar el tipo de trabajo que hacemos, puesto que la historia demuestra que después de una innovación tecnológica que elimina empleos, surgen otros muchos que a nadie se le habían ocurrido previamente. Por el contrario, está sobradamente demostrado que cuando se grava cualquier cosa, disminuye la cantidad demandada de la misma, por lo que, sugieren, que si se establecen impuestos sobre los robots, las empresas dejarán de usarlos con la frecuencia requerida.

Es cierto que los impuestos sobre las compras de cualquier tipo de bien o servicio reducen la «cantidad de equilibrio», tanto más cuanto mayor sea la elasticidad precio de la demanda. Pero prácticamente todo el mundo reconoce la necesidad de los impuestos, a pesar de estos efectos negativos, que, por otra parte, en ocasiones, buscan las autoridades con la finalidad de que se consuma un bien en menor medida: es lo que justifica tan elevados impuestos al alcohol, al tabaco o a la gasolina. No pretendo comparar los robots con los productos que he citado, pero sí es mi intención poner sobre la mesa que el establecimiento de impuestos, de una u otra naturaleza, sobre los robots ayudaría a moderar el proceso.

Aunque pueda parecer contradictorio, una de las pocas voces autorizadas que se ha mostrado a favor de estas cargas fiscales ha sido Bill Gates en una amplia entrevista a la revista Quartz. El fundador de Microsoft ha afirmado que «se pueden reemplazar puestos de trabajo por robots, pero no se puede renunciar a los impuestos de la persona que estaba trabajando».

En su opinión, los gobiernos «deberían estar dispuestos a elevar los impuestos y reducir la velocidad de adopción de la automatización, para ser capaces de gestionar el proceso de desplazamiento de trabajadores en un amplio rango de empleos». Gates añade en sus declaraciones que un impuesto sobre los robots podría destinarse a financiar el trabajo de personas que pierden sus trabajos, por ejemplo en la industria, y que pueden cuidar de los mayores o de los niños, actividades estas cuya cobertura está altamente insatisfecha y para la que los seres humanos están mucho mejor preparados que los robots.

El también empresario Elon Musk considera, sin embargo, que un nuevo sistema y orden mundial, automatizado, generará ingresos adicionales que podrían ser distribuidos para garantizar un nivel mínimo vital para todos los que se vean afectados. En realidad, estima que la única salida será garantizar un ingreso básico.

Los impuestos introducen distorsiones en el funcionamiento de los mercados, pero puede que lo que se pretenda, precisamente, es desanimar su excesivamente rápida implantación. Si se grava, como he señalado, el alcohol, el tabaco o la gasolina, es porque se considera que su consumo genera importantes externalidades negativas. La pregunta es si la robotización de la actividad económica puede llegar a generar, o no, externalidades negativas.

En ese sentido, los impuestos podrían reformularse para solucionar la desigualdad de la renta inducida por la robotización. Los ingresos obtenidos a través de este impuesto podrían destinarse a ayudar a las personas desplazadas y asegurar unos ingresos que faciliten la transición a un nuevo tipo de empleos. A mí me parece que esto estaría de acuerdo con un sentido natural de la justicia.

No sería razonable que, de poder alcanzar la «Arcadia feliz», porque, en el extremo, los robots fueran capaces de producir todo lo que necesitamos, sin intervención humana, ello diera lugar a la pobreza más absoluta, porque los propietarios de los robots pudieran apropiarse de todo su rendimiento.

Por tanto yo no descartaría, tan rápidamente, una opción impositiva de esta naturaleza. Eso sí, solamente un gravamen de estas características no será capaz de resolver el problema, por lo que, en su caso, debería ser parte de un plan mucho más amplio para manejar las consecuencias de la revolución robótica.

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