¿Cree que tiene alcance la decisión del Gobierno de rescatar el Impuesto sobre el Patrimonio para las rentas altas?

No estamos ante un impuesto de nuevo cuño que verdaderamente vaya a incidir necesariamente sobre los patrimonios de mayor valor. Y explicaré por qué. Pensemos en dos contribuyentes con un mismo patrimonio (diez millones de euros) y una misma renta (un millón anual). "A" percibe el millón por rendimientos del trabajo y actividades profesionales. "B" percibe el millón por operaciones de compraventa de valores y de bienes inmuebles. En el IRPF, "A" pagaría el 45 % -450.000 euros-, mientras que "B" pagaría 209.880 euros -el 19% por los primeros 6.000 euros y el 21% por los restantes 994.000 euros-. Se produce, pues, una evidente diferencia, en perjuicio de quienes perciben sus rendimientos del trabajo y del ejercicio de actividades profesionales. La diferencia se agudiza en el Impuesto sobre el Patrimonio. En dicho Impuesto, ambos tienen una base liquidable de 9.300.000 euros, una vez descontados los 700. 000 euros exentos. Ambos deberían pagar 150.000 euros. Pero aquí entra en juego un elemento que, una vez más perjudica a quien ya se ha visto perjudicado en el IRPF : hay un límite conjunto a las cuotas de IRPF y Patrimonio, el 60% de la base imponible del IRPF. Por tanto, "A" deberá pagar 450.000 en IRPF y 150.000 en Patrimonio. Y deberá pagarlo porque no supera el 60% de la base imponible del IRPF . La base imponible de "B" -que a estos efectos se toma en el IRPF- es 0, porque aunque percibe rentas de 1 millón, estas rentas -plusvalías de más de un año- no se tienen en cuenta a efectos del límite a que nos referimos. Con lo cual sólo pagará por Patrimonio el 20% de lo que le correspondería pagar, es decir 30.000 euros. Y no sólo son las plusvalías las que no se computan a estos efectos. Hay más rentas del capital: las percibidas de participaciones en empresas superiores al 5% del capital, las derivadas de empresas familiares. En conclusión: "A" pagará un total de 600.000 euros (450.000 por IRPF y 150.000 por Patrimonio ) y "B" 239.880 (209.880 en IRPF y 30.000 en Patrimonio ).

¿Considera realista la estimación de recaudación de 1.080 millones de euros?

Su estimación exacta es muy aventurada. No deja de ser un auténtico misterio. La recaudación también dependerá del ejercicio del poder financiero por parte de las Comunidades Autónomas. No olvidemos que las autonomías pueden influir en un elemento tan importante como es el mínimo exento del impuesto. Esto es, pueden decidir si el Impuesto que afecte a sus residentes se pague, no a partir de 700.000 ?, sino a partir de una cifra superior. Las comunidades también pueden regular otros elementos tributarios del Impuesto tan sensibles a la carga tributaria como la escala de tipos de gravamen o las mismas deducciones. Por lo demás, y al haberse reformado el tributo por Decreto-Ley, no es fácil castigar - privándolas de los ingresos correspondientes- a aquellas comunidades que no estén dispuestas a asumir el coste de la subida de impuestos y decidan ser generosas, eximiendo a sus ciudadanos del pago del tributo con los instrumentos descritos. Teniendo en cuenta el sistema de financiación -regulado por Ley Orgánica- , tendrán garantizada la compensación del Estado por aquello que no recauden. Un sinsentido absoluto que sólo se explica por la forma espasmódica en que se está legislando. Ello puede provocar lo que hemos visto en relación con otras figuras como el Impuesto sobre Sucesiones. Una espiral de rebajas y una competencia entre comunidades que no es beneficiosa para la actual situación económica.

¿La presión fiscal es justa en función de la riqueza de los ciudadanos?

Es difícil hablar de justicia en relación con la presión fiscal, esto es, el importe de los tributos que recae sobre la riqueza que se genera anualmente en España. Los últimos años, previos a la crisis económica, se han caracterizado por las rebajas fiscales. Desde el estallido de la misma nuestra presión fiscal se ha aproximado al promedio europeo, pues, poco a poco, aun con medidas tributarias que tenían vocación de ser anticíclicas, las necesidades financieras han obligado a aumentar los ingresos fiscales. Hablamos de una presión fiscal de alrededor del 33%, ligeramente por debajo del promedio de la Unión Europea. En mi opinión, sin embargo, lo que hay que analizar es, con ese nivel de ingresos, cuál es la eficiencia y eficacia del gasto. Ahí es donde realmente se descubre la bondad o no de la gestión pública.

¿Cree que los ricos deben pagar más para contribuir a reducir el déficit?

Éste no es un problema de opinión o ideología. Es un auténtico deber constitucional. Todos estamos llamados a contribuir a la financiación del gasto público de acuerdo con nuestra capacidad económica, de acuerdo con un sistema tributario que lo garantice, para lo que habrá de inspirarse en los principios de igualdad y progresividad. Quien más tiene, más debe aportar al mantenimiento de las necesidades públicas o colectivas. Y a ello responde la tarifa progresiva del IRPF.

La lucha contra el déficit se ha centrado en la reducción del gasto. Ahora se abre el debate de la vía de los ingresos.

La reducción del gasto no es una primera fase que viene seguida de una subida de ingresos. Ocurre todo a la vez y, conforme avanza la crisis, se deben realizar ajustes en la doble dirección. Ante una contracción de la actividad económica descienden los ingresos y aumentan las necesidades financieras de forma generalizada pues, por ejemplo, hay que atender las prestaciones de quienes pierden su empleo. En esa coyuntura, hay que racionalizar el gasto, otorgando prioridad a la financiación de aquella parte del mismo que sea más sensible a las necesidades de los ciudadanos, y, correlativamente, intentar obtener más ingresos públicos. Y digo intentar porque, aparte de que cualquier subida de impuestos siempre tiene un efecto contractivo en la actividad -piénsese que está indicada, según la ortodoxia, entre otros casos, para enfriar la economía-, es mucho más difícil obtener ingresos tributarios si no hay una recuperación económica. Si se me permite emplear una imagen muy gráfica que todo el mundo entenderá, le diría que por mucho que se ordeñe a una vaca famélica, difícilmente podría aumentarse la producción de leche. Por eso es tan importante recuperar el tono de la economía hacia el crecimiento.

¿Hay margen para combinar subidas impositivas y estímulos fiscales a las empresas para que generen empleo?

Este es el gran debate en el que ahora andan los economistas, enfrentados entre la necesidad de reducir el déficit público y rebajar la deuda, de una parte, y la necesidad de fomentar el crecimiento económico como única vía para combatir el desempleo. En este sentido, hay que apuntar que los estímulos podrán ser adoptados por países que estén en buena situación financiera por su coyuntura económica, o que, no estándolo, no tengan problema en acceder al crédito. Condiciones que cumplen muy pocos. En todo caso, sí es importante puntualizar algún extremo. Primero: la necesidad de acabar con los parcheos y acometer una reforma fiscal completa. Segundo: acabar con la moda de recurrir al Decreto-Ley como forma ordinaria de acometer reformas fiscales. El Tribunal Constitucional ya ha dado dos serios avisos sobre ello. Tercero: no olvidar que la seguridad jurídica es un valor esencial en un Estado de Derecho y las improvisaciones no fomentan la confianza necesaria para captar capitales, invertir y crear empleo. Y cuarto: no olvidar que la actividad financiera, insisto, no sólo es ingreso. Es también, y muy importante, gasto. Y ahí los juristas tenemos que reconocer que nunca hemos sido especialmente sensibles a la necesidad de embridar jurídicamente los caprichos de los gobernantes. Creo que ha llegado el momento de abrir las páginas del Derecho a la regulación del gasto público. Y hacerlo con precisión y firmeza.