Si Mario Draghi (Roma, 1947), gobernador del Banco de Italia y profesor de Economía, se convierte, como parece perfilarse, en el próximo presidente del Banco Central Europeo (BCE), el eurobanco habrá protagonizado un hito sin precedentes en sus 13 años de historia. Draghi no sólo será el primer presidente del BCE procedente de un país periférico y meridional (sus predecesores fueron el holandés Win Duisenberg y el francés JeanClaude Trichet), sino que, de confirmarse su designación, los dos puestos más relevantes de la institución monetaria estarán dominados por vez primera por latinos y por representantes de países caracterizados por su escasa disciplina económica y fiscal: Draghi, en la presidencia, haría tándem con el portugués Vitor Constancio, vicepresidente desde el año pasado.

De este modo, una institución nacida en 1998 a imagen y semejanza del Budesbank (el banco central alemán), y heredera de su rigurosa observancia de la estabilidad de precios y del control estricto del déficit y deuda públicos, pasaría a estar muy escorado en su órgano de Gobierno hacia los países percibidos por la ortodoxia alemana como menos fiables y situados en el grupo de sospechosos de poner en riesgo la estabilidad de la zona monetaria. Hasta ahora se había buscado un equilibrio entre "duros" y "blandos" y entre representantes de los países centrales y de los periféricos.

El nombramiento de Draghi, muy bien recibido por Francia, España y Portugal, entre otros países, tendría dificultades para prosperar si Alemania no da su consentimiento. Y Angela Merkel aún no se ha pronunciado. La canciller alemana vive atenazada entre una fuerte contestación interna y un agudo reproche exterior: mientras los alemanes le recriminan que esté destinando crecientes recursos nacionales a rescatar a países poco ejemplares en su conducta económica, en el resto de Europa le afean, justo al revés, que, para acceder a dotar de más fondos a los mecanismos de rescate europeos, esté imponiendo severas condiciones a sus socios con el fin de tranquilizar a sus votantes y darles garantías de que los ingentes recursos que pone Alemania como mayor potencia europea serán gestionados sin dispendio.

En ese contexto, el nombramiento de quien a fines de octubre sucederá a Trichet al frente del BCE es crucial para los alemanes porque el eurobanco nació y es visto como el máximo guardián de la ortodoxia en la eurozona. De ahí que Berlín esté evitando pronunciarse y haya aplazado su decisión hasta la cumbre europea de jefes de Estado y de Gobierno de junio. Sólo el ministro germano de Finanzas, Wolfgang Schäuble, hizo alguna concesión y elogió a Draghi, pero sin comprometer el respaldo de su Gobierno.

A favor de Draghi

El italiano es una persona acreditada, con prestigio y tildado de muy trabajador. Fue director ejecutivo del Banco Mundial entre 1984 y 1990, dirigió la privatización de empresas estatales italianas desde 1991, ocupó la dirección del Tesoro italiano, impulsó una ley para reformar las reglas bursátiles en su país y desde 2006 es gobernador del Banco de Italia, después de haber contribuido a la adhesión de su país al euro. Su biografía se coronó con el desempeño, en plena crisis, de la presidencia del Consejo de Estabilidad Financiera.

A su favor juega que combina experiencias muy diversas y heterogéneas, y tanto en el ámbito nacional como internacional, circunstancias que no concurren en los posibles competidores que han sonado en las últimas semanas: el luxemburgués Yves Mersch y el finlandés Erkki Liikanen presiden los bancos centrales de sus países, pero no han tenido tanta proyección internacional como Draghi, y el alemán Klaus Regling, que sí la tiene (dirige el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera), carece de experiencia en un banco central.

Los dirigentes latinos se han apresurado a apoyar al italiano. Unos, como el francés Sarkozi, para restañar algunas heridas con Berlusconi, pero sobre todo para limitar la hegemonía alemana en la eurozona. Y otros, como España y Portugal, pensando quizás en eso mismo, pero sobre todo convencidos de que un italiano al frente del BCE podría ser más comprensivo con las especificidades de los países periféricos.

En una Europa de dos velocidades, ritmos de crecimiento desiguales, tendencias inflacionistas diferentes y situaciones fiscales y de saldo exterior antagónicas, una política monetaria única, y además aplicada con exceso de celo y de exigencia, podría tener un alto coste interno en algunas naciones.

Sin embargo, sería ingenuo pensar que un cambio en la presidencia pueda desnaturalizar la esencia del BCE, que nació de acuerdo con los criterios monetarios alemanes y la tradición de rigor del Bundesbank, y sobre el que Alemania seguirá teniendo un gran ascendiente. Y más cuando la crisis de la deuda soberana que ha azotado a Europa desde comienzos de 2010 y los ataques sobre el euro y los bonos públicos de algunos países han puesto de manifiesto que la eurozona sólo dispone de una opción: avanzar en la integración fiscal, económica y política para no perecer -ahora o en la próxima crisis- a manos de los mercados y las apuestas especulativas.

En todo caso, y por si cupiera alguna duda, Draghi ya se ha apresurado a enviar mensajes tranquilizadores: ha defendido el reciente endurecimiento de la política monetaria con la subida de los tipos de interés, ha postulado el paradigma alemán como modelo y se ha mostrado reticente a continuar con la compra de bonos por el BCE para aliviar las tensiones de la deuda pública.

Aunque ni quiera ni pueda hacer cambios en la estrategia y dirección de la política monetaria, Draghi sí podría introducir un cambio de estilo en la gobernanza del euro, que facilite la formación de consensos. El italiano es, de hecho, un gran forjador de consensos.

En esa carrera sólo hay dos sombras. Este economista preside el banco central de un Estado clamorosamente endeudado y antes (entre 2002 y 2005) fue vicepresidente para Europa de Goldman Sachs, cuando este banco de negocios diseñó artificios contables para que Grecia pudiera burlar los controles europeos y vulnerara la veracidad de sus estadísticas económicas, ocultando la gravedad de su déficit público. Goldman ha asegurado que Draghi fue ajeno a tales prácticas.