Valió la pena. Nada más abrir los ojos, con poco más de tres horas de sueño, el primer pensamiento zanjó la discusión con la pereza. Valió la pena, Rafa Nadal siempre vale la pena. Una vez más quedaré incluido en el batallón de fieles que podrán alardear de haber visto en directo uno de los llamados “partidos de todos los tiempos” entre un coloso y su sucesor, un joven y excelso tenista que circula por las mismas coordenadas que el balear. La final del Open USA que entregó a Nadal el decimonoveno Grand Slam volvió a elevar a los cielos al mejor deportista español de la historia.

Pero aclaremos el dato: No se trata únicamente del número de títulos acumulados sino de la manera que los consigue. Si hasta ayer la final de las finales retrotraía la mente a aquella gesta épica de Wimbledon en 2008 ante Federer, a partir de ahora habrá que citar el partido cumbre que acogió la pista central del torneo neoyorquino once años después.

Dos hombres, uno de 33 años y otro de 23, para los que la rendición no es una opción, decidieron castigarse durante cinco interminables horas practicando un tenis del más alto nivel para gloria de uno de los deportes más bellos que existen. Ver la balanza del partido inclinarse de un lado y de otro, sin saber hasta la última bola dónde va a acabar reposando el plato, elevó hasta el punto más alto la incertidumbre en un espectáculo apasionante.

Y, de nuevo, resurgió Nadal, ese portento ejemplar que cautiva tanto en la pista como fuera de ella. Háganse un favor: No se pierdan nunca una final de Nadal, aunque haya que robar horas al sueño, al necesario descanso. De eso no se arrepentirán nunca.