La historia de los Mundiales se escribe, sobre todo, con imágenes. El gol de Ghiggia en 1950, el sombrero de Pelé en 1958, el cabezazo de Pelé en 1970, el gol a trancas y barrancas de Kempes en 1978, la celebración enloquecida de Tardelli en 1982, los dos goles de Maradona a Inglaterra en 1986... sigan añadiendo ejemplos al gusto, pero siempre habrá que poner uno: el gol, también de Maradona, a Grecia en 1994.

Y no por la importancia que tuvo -era el terceo de la albiceleste, aquel día azul marino-, sino por la trascendencia del mismo: fue el último de Maradona como jugador de la selección. La jugada, como tal, fue estupenda: una colección de paredes entre argentinos que mareaban a unos griegos que eran una auténtica banda. El balón le llegó a Diego, se la acomodó y la colocó pegada al poste a media altura.

Y llegó la imagen: Maradona (que lucía un inusual aspecto, con el pelo corto), corriendo como un poseso, se dirige hacia la cámara que hay en la banda. La mira fijamente y, cuando está a su lado, se desvía mientras los compañeros le dan caza para abrazarlo.

Había algo raro en la mirada. Inyectada, fuera de sí. El diez entre los dieces había acudido al Mundial rehabilitándose a impulsos de una suspensión por consumo de drogas.

En el siguiente partido, Maradona volvió a contribuir, aún sin marcar, en el triunfo sobre Nigeria. Pero le tocó pasar el control de dopaje. Le encontraron de todo. Ahí acabó su vida como seleccionado. Ahora, el que dirige es, dicen, él.