Oído, visto, leído

Pequeñas alegrías

Benson Boone en una imagen del videoclip de Beautiful Things.

Benson Boone en una imagen del videoclip de Beautiful Things. / JesúsJavierPrado

Jesús Javier Prado

Jesús Javier Prado

Una buena canción. Pocas cosas hay que animen tanto como una canción nueva que te pille con las defensas bajas y se te meta por todo el cuerpo, como si fuera una enfermedad de la que no te puedes librar en los siguientes días. Eso le ha pasado a un amigo mío con Benson Boone y su Beautiful Things, que está siendo número uno en medio mundo. Son dos en una: arranca en modo balada, pero a mitad de tema pega un cambio de marcha que la sitúa en un territorio rockero que te remueve por dentro. Si la oyes te tiene que gustar, no hay otras opciones. Tres minutos justos de disfrute donde mi amigo llega a pensar ¡incluso en bailar! Está claro, es una enfermedad…

Lunin. Hace poco más de una semana, en la ida en el Bernabéu entre el Madrid y el Manchester City, Bernardo Silva soltó en el primer minuto un zurdazo de falta que pilló desprevenido al portero ucraniano del Madrid, Andriy Lunin. A pesar de que el resultado final se arregló, a Lunin le cayó la mundial. Este miércoles, en el partido de vuelta y ya en los penalties, tras el fallo de Modric, Bernardo Silva (qué jugador tan fantástico) lanzaba el segundo del Manchester, que les hubiera puesto por delante en la tanda. Silva optó por lanzar al centro. Lunin optó por quedarse en el centro, sin mover un músculo. Y así fue cómo la pelota se dirigió, despacio, a sus manoplas. Lo sentí por Bernardo pero me alegré por Lunin. El fútbol siempre te ofrece una revancha.

Una frase corta. Tras dejar de oír la canción, y tras leer todos los análisis paranormales sobre el adn del Real Madrid (son como una especie de superhombres a los que todo les sale bien, siempre, en cualquier lugar. Yo, desde el otro día, llevo debajo de la camisa un escudo del Madrid, para que me proteja de la maldad de mundo, de la descomposición de la socialdemocracia, de la incomprensión del presidente de mi comunidad de vecinos, de…), decidí irme a comer con un amigo que también tiene cincuentaytantísimos para contarnos nuestra actualidad, y todo eran penas: que si el hijo mayor de uno no estudia, que si al padre del otro le ha dado un ictus, que si ambos dos no sabemos por qué no hacemos más que engordar, a pesar de hacer sentadillas y dominadas... En un momento dado, y ante mi mirada lastimera, derrotista y llorica, mi amigo me miró muy serio y me dijo: «Jesús, atiéndeme: estamos en lo mejor de lo peor. Cuanto antes lo asumas, mejor para tí». Así que no hay más preguntas, señoría. Y que no me saco la frase –«estamos en lo peor de lo mejor»- de la cabeza, desde entonces.

Un buen café. Después de oír una canción que me agita, de aplaudir y animar a un portero ucraniano que se lo merece, y de saber que el declive ya avanza aunque tengas un escudo del Madrid, me paro en la barra de una cafetería (si estás con dudas -permanentes e irresolubles- y algo tristón, no hay nada como una buena cafetería). Oigo el tintineo de las cucharillas en las tazas, el murmullo de los clientes, los gritos de los camareros, el sonido de la cafetera. Me atienden bien, el café está perfecto de cantidad y temperatura. El ánimo ya es otro. Me pido un churro, crujiente. Hace casi treinta grados, y los árboles están más verdes que nunca, corre brisa. Por la cristalera veo pasar un grupo de chavales caminos del instituto. Seguro que aprueban todos. Y a lo mejor, ya puestos, PSOE y PP pactan algo juntos, algún año de estos. O a Putin le envenena un checheno y Netanyahu se tira por un balcón. Y lo que ya sería la leche es que Jorge Javier Vázquez no volviera a salir en televisión. Oiga, me pone otro café, por favor…