San Antonio Abad se postula como patrón del cerdo desde una epidemia de ergotismo en el siglo XI. A las autoridades sanitarias ni se les ocurrió que pudiera tratarse de una intoxicación alimentaria -algo evidente para el Capitán a Posteriori-, causada por el cornezuelo del centeno: un hongo que crece sobre ese cereal y que pasó de venenoso a psicodélico, incluyendo la obtención del LSD a partir de él. Las supuestas reliquias del santo, que estuvieron durante un tiempo en Constantinopla, se habían trasladado a un convento de Vienne -zona cero, mucho más tarde, de la Nouvelle Cuisine, cerca de Lyon-, donde los padres Hospitalarios criaban cerdos para su sustento y el de indigentes o peregrinos. Durante aquella epidemia, su tocino se ganó una indiscutida fama de remedio milagroso contra la enfermedad, de sintomatología comparable a la de una epilepsia grave, y al ergotismo le llamaron «fuego de san Antonio».

Aquel prodigio determinó la preponderancia de san Antonio sobre los animales de granja: desde entonces se le representa acompañado de un cerdito encantador, cuando hasta aquel momento lo que aparecía junto a él era un temible jabalí. No es la única mutación, aunque sí la más profunda, en la historia de la iconografía sanantoniana. Heredero de una potentada familia egipcia, entre el siglo III y el IV, el que sería san Antonio Abad renunció a una vida regalada para retirarse al desierto siguiendo el ejemplo de Jesús. Su apuesta por el recogimiento y la oración atrajo a un puñado de pioneros de la vida monacal -de ahí lo de «abad»- y estuvo marcada por las constantes tentaciones, tan insistentes como vanas, del demonio, que se le solía aparecer en forma de mujer atractiva y provocadora -frecuentemente desnuda- y, a veces, de fiera o alimaña sanguinaria: un león, un oso, un toro, un escorpión?

Otra intoxicación epidémica

Al final, san Antonio dejó a sus seguidores y se adentró aún más en el desierto para profundizar en su vida de soledad y oración, hasta que murió a los 102 años de edad. En esa última etapa arreció la ofensiva de Satanás y se consolidó la representación del santo en pleno desierto junto a una bestia amenazante, tentación más recatada que la femenina a la hora de plasmarla en una imagen. Cuando llegó a Europa la devoción por san Antonio, junto a sus supuestas reliquias, la iconografía relacionada con él se adaptó al medio: el bosque inhóspito reemplazó al desierto y el lobo o el jabalí ocuparon el lugar del león o el alacrán. Cuando al santo se le atribuyeron las propiedades terapéuticas del milagroso tocino del convento, el cambio del temible jabalí por el cordial cochinillo llegó servido en bandeja.

La incidencia del ergotismo a orillas del Mediterráneo, donde la implantación del centeno es muy menor, fue testimonial. De lo contrario ¿cómo habrían combatido los pobres árabes esas epidemias, si sus antiporcinas autoridades políticas y sanitarias se empeñaban, como otras, en escatimarle a la población el verdadero remedio? Con perdón por la broma teñida de etnocentrismo -un vicio del que tampoco se salvan siempre los antropólogos en sus explicaciones sobre los tabús alimentarios, con el del cerdo y los musulmanes en un lugar destacado-, el rechazo de los árabes al tocino y compañía es la más manida de las restricciones alimentarias.

Hace tiempo se daba por buena la idea de que Mahoma proscribió la carne de cerdo con la clara intención de erradicar otra intoxicación alimentaria de proporciones epidémicas: la triquinosis. Esta tesis está hoy completamente descartada, ya que ni el mismísimo profeta tenía forma de intuir, hace quince siglos, la relación entre aquel animal y esta enfermedad, salvo que se admita la revelación divina como una posibilidad. Por su parte, Marvin Harris desarrolló en los 80 una compleja argumentación economicista basada en la supuesta falta de rentabilidad de la crianza del cerdo en el medio caluroso del mundo árabe, pero ese clima tampoco es tan distinto al de otras regiones donde el animal forma parte fundamental de la dieta. Entre otros, Claude Fischler desmontó implacablemente ese argumento en El (h)omnívoro, un clásico de la literatura gastronómica.

Punkys y franciscanos

Para este antropólogo francés, las restricciones que culturas y credos observan sobre el consumo de carne -desde las abstinencias católicas hasta los rebuscados tabús judíos- tienen que ver con la humanísima aprensión hacia algo como devorar cualquier tipo de cadáver. Los anglosajones la superan despojándolo de su forma animal y convirtiéndolo en nuggets o hamburguesas, pero un rechazo visceral es muy propicio para que la autoridad moral competente cumpla su cometido: dictar normas. Que sean unas u otras es anecdótico y lo que vendrían a satisfacer es la necesidad de todo grupo humano de atribuirse unas señas de identidad, por la que los punkys se cortan el pelo en forma de cresta o los franciscanos se atan un cordón a la cintura. En realidad, los judíos optaron por el cordero frente al cerdo porque la carne de este era la preferida de sus opresores, los egipcios, y la elección dio lugar a un tabú que asimilaron también los musulmanes.

Un substrato antropológico común subyace en las culturas árabe y europea en cuanto a los animales que consideramos comestibles: ni ellos ni nosotros comemos carnívoros -perros, gatos-, sólo herbívoros -pollos, vacas-, con los debidos matices y dejando aparte las especies marinas. Es algo que nos sitúa en el vértice supremo de la Creación.

La diferencia está en la consideración que unos y otros le damos a un animal como el cerdo y a su indiscriminada voracidad. Visto con indulgencia occidental, el cerdo come bellotas o, en el peor de los casos, desperdicios. Los árabes, quizás, no pasan por alto el hecho de que también sea capaz de devorar cualquier otra cosa, incluso a una criatura, según testifican los relatos más truculentos.