Frente a la pandemia de 1348-1350, que exterminó al 30% de la población europea y hasta al 50 en algunas ciudades, en Venecia se les ocurrió por primera vez „muchos siglos después de que la peste empezara a causar estragos periódicamente„ que la cuarentena y el confinamiento podían ser algo eficaz. Pero no estaba claro de qué se escondían, porque hasta el siglo XIX, con Pasteur y el microscopio, no se pudo establecer la etiología de la enfermedad: un bacilo que infecta a la rata negra, originaria del sureste asiático, y pasa al hombre cuando una pulga pica primero a una y luego al otro. Desde que en la Roma de Justiniano se documentó por primera vez, la peste se atribuyó a una corrupción del aire „de origen divino, astral o más intangible aún„ que se combatía purificándolo con hierbas y, en el caso de los ricos, especias.

Lo más habitual era quemarlas en gran cantidad para que su humeante perfume „del latín per fumum„ reemplazara al aire corrompido, pero también se aplicaban en remedios como un cucurucho relleno de hierbas y/o especias que se acoplaba a la nariz y la boca como una máscara antigás o las sofisticadas «pomas»: el concepto, a medio camino entre el amuleto y la joya, pervive en el limón profusamente ensartado de clavos de olor que aún hemos visto como ambientador o repelente para moscas. Lo que tampoco intuían en la Edad Media ni en la Moderna es que las especias orientales eran cómplice necesario de unas epidemias cuyos causantes llegaban con el comercio de pimienta, canela, clavo o nuez moscada desde la India.

En «olor de santidad»

Desde los tiempos de Ramsés II, en cuya momificación se utilizó pimienta, las especias se usaron en la medicina, la religión o la magia „incluida su enorme reputación afrodisíaca„ y no sólo en la gastronomía. En Grecia y Roma eran protagonistas de rituales y sacrificios tanto como de una cocina extraordinariamente sofisticada que censuraban los partidarios de la autenticidad y la sobriedad: un debate recurrente hasta hoy mismo. Entre las causas de la caída del Imperio Romano están la crisis demográfica del siglo III, que seguramente tuvo que ver con las primeras epidemias de peste, y la consabida decadencia moral vinculada al lujo y la depravación, que no venía a ser sino un insoportable déficit comercial causado por la importación desmedida de especias y otras cosas superfluas a través de costosísimas rutas: según Plinio, un colosal despilfarro.

La Edad Media mantuvo operativa la cocina de los romanos, igual que sus acueductos, sus calzadas o su idioma mientras estuvieron en buen estado: en el caso de las especias, en la medida en que el comercio con Oriente siguió activo a través de Bizancio. En lo litúrgico, el Cristianismo se debatió entre su rechazo por paganas o una tradición bíblica que incluía la unción del cuerpo de Jesús con especias y les asignaba un potente simbolismo: si el demonio, en cuyo exorcismo se usaba la canela, dejaba tras de sí un rastro de azufre, el mismísimo «olor de santidad» no era otro que el del clavo o la nuez moscada. En lo culinario, los monasterios medievales albergaron tanto los frugales votos de los monjes más puritanos como los banquetes generosamente especiados de abades y obispos. La Reforma y la Contrarreforma supusieron la escisión definitiva también en lo gastronómico: de la negación protestante del disfrute, que culmina en el fast food, a la alta cocina católica.

Exclusividad y misterio

El esplendor de las especias orientales fue también el principio del fin. Durante la Edad Media fueron el paradigma de lo exclusivo y lo misterioso a un nivel sin parangón actual. Su precio se multiplicaba „incluso fueron lo más parecido a una moneda universal„ en cada etapa de un intrincado recorrido por mares, desiertos y mercados, desde tierras como de otro mundo, sin mapas ni noticias fidedignas: talmente, el Edén. Si la pimienta y la canela crecían en la India y Ceilán, el clavo y la nuez moscada llegaban hasta allí desde un archipiélago donde eran endémicas y que estaba en una zona del mapa totalmente en blanco: las islas Molucas. Pero su aura lujosa y paradisíaca se desvaneció cuando Vasco de Gama „que en 1498 llegó a «las islas de las especias» bordeando África„ o Magallanes „tras sortear el obstáculo con el que se tropezó Colón cuando buscaba una ruta hacia el mismo lugar„ iniciaron una inexorable globalización.

La pimienta o el clavo dejaron de ser algo carísimo y glamuroso. Antes incluso de que se cultivaran en otras colonias tropicales, se agilizaron fabulosamente las rutas y de América llegó un competidor tan barato y versátil como el pimentón, además de la vainilla. Con la patata, el maíz, el pimiento o el tomate, la cocina ya no volvió a ser igual. Para Carême, el chef de la Revolución (gastronómica) Francesa, abusar de las especias „reemplazadas entre los snobs por el café, el té, el azúcar o el chocolate„ era la antítesis de la grande cuisine. Cientos de vaivenes después, aquellos condimentos que resplandecieron en las tiendas más exclusivas de los barrios nobles, reaparecen en los mercados suburbiales de las grandes metrópolis, a donde regresan como algo exótico el cilantro, el comino o el azafrán que un día salieron de aquí para implantarse en todo el mundo. A fin de cuentas, la fascinación actual por la cocina de fusión no está tan lejos de los gustos aparentemente estrambóticos del noble medieval o el patricio romano. Además, hay pimienta, nuez moscada, canela o clavo en el Opium de Yves Saint Laurent, en el Obsession de Calvin Klein, en cualquier vermut y en la mismísima Coca-cola.

Ah. Y nunca el valor de las especias tuvo que ver con su capacidad para rehabilitar una carne o un pescado rancio o podrido. Es una fake. Jamás el remedio fue inconmensurablemente más caro que el problema.