uede decirse que las obras que jalonan la trayectoria artística de Soledad Sevilla (Valencia, 1944) constituyen en su conjunto un amplio y coherente alegato centrado en mostrar la profundidad de lo esencial. Como sabemos, la pintura conlleva, por su propia naturaleza, el problema perspectivo. En cambio, la elección de un núcleo temático es un asunto que queda a discreción del artista y que exige definir a su vez un modo de acción particular. Así, el abordaje de lo sustancial se ha producido sostenidamente, en el caso de esta pintora, dentro de los ámbitos de la geometría y el cromatismo. De hecho, hace ya más de cuarenta años, Eusebio Sempere escribía: «Sin música el alma no existe, sin color la ceguera se nos hace evidente y Soledad Sevilla es el resumen de la armonía y de los sonidos y del asombro ante el arco iris».

Como la del pintor de Onil, la suya es una abstracción que está marcada, en general, por un hondo lirismo. Las primeras etapas de su carrera son, no obstante lo anterior, de carácter fuertemente analítico, aunque ello no impida reconocer en los trabajos de aquella época los frutos de su fina sensibilidad. Tras haberse formado en Barcelona, gradualmente, a partir de sus investigaciones de finales de los sesenta y principios de los setenta (momento en el que integraba el grupo de artistas vinculados a la experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid y en el que se celebró la exposición colectiva Antes del Arte IV - Serie Matemáticas), comienzan a percibirse en sus cuadros determinados rasgos que los dotan de una calidez especial. Una cierta heterodoxia en la selección del elemento base de sus tramas, la rica variabilidad con la que configura estas, muchas veces desalineadas con los márgenes del soporte, y el especial registro de la paleta de colores que emplea fueron los tres factores que incidieron entonces en su brillante evolución, permitiéndole superar las limitaciones estilísticas que puede llegar a imponer la extrema rigurosidad geométrica, máxime si en la producción se incorpora el uso de la informática.

A principios de los ochenta vivió en Boston, estudiando en Harvard gracias a una beca del Comité Conjunto Hispano-Norteamericano para Asuntos Educativos y Culturales. Fue allí donde germinaron dos series de enorme importancia en su itinerario artístico y que se desarrollaron durante las últimas dos décadas del siglo XX: Las Meninas y La Alhambra. En la primera, a través de sugerentes juegos de planos definidos por entramados de rectas blancas sobre campos de distintos colores, se dispone a desentrañar la complejidad espacial de la obra maestra de Velázquez, cuya radiografía le fue mostrada en un seminario de conservación de obras de arte. En la segunda, el extraordinario complejo nazarí, que tan estudiado había sido por quien fue su profesor de historia del arte, Oleg Grabar, se convierte en objeto de múltiples análisis compositivos en los que se atiende especialmente a la interacción entre las luces y las sombras que se produce en los umbrales que dan acceso a las distintas estancias palaciegas desde los patios adyacentes.

Algunas de sus elaboraciones de las dos últimas décadas también han tomado como referencia algunas obras clásicas que forman parte, como la del gran maestro barroco sevillano, de la magnífica colección que se atesora en el Museo del Prado. La voluptuosidad y el colorido de los ropajes de las tablas de los apóstoles que Rubens pintó por encargo del duque de Lerma son tomados como motivo de inspiración para producir una serie de reflexiones sobre su propia condición objetual y su apariencia, generando delicadas texturas semejantes a la madera teñidas intensamente, que se presentan enmarcadas figuradamente en ocasiones. El cuadro de Reni sobre el mito de Hipómenes y Atalanta ha sido otra fuente hacia la que ha dirigido su mirada. Otros trabajos recientes suponen visiones de paisajes imaginados, apreciados a veces a través de elementos interpuestos, constituidos por gráciles y pequeñas pinceladas que colonizan el lienzo de una manera muy vibrante.

Las instalaciones han sido para Soledad Sevilla un área de creación complementaria a la pintura. En muchas de ellas ha tratado de hacer presente lo invisible. La noción del espacio surge mientras el espectador, en la penumbra, ve señaladas superficies compuestas por tensos hilos de algodón iluminados. Son, en definitiva, formidables transposiciones, desde las dos a las tres dimensiones, de sus intereses iniciales: indagar en las posibilidades de la línea, elemento esencial del dibujo que no de la pintura, como sistema generador de profundidad.