Hoy hace un mes que nos dejó una de esas personas que enriquecen la vida de los demás sin hacer ruido, recordándonos que la vida es mucho más que ese otro ruido que otros quieren vendernos; en todo caso, que la vida es un maravilloso jaleo compartido que uno debe celebrar a cada instante.

Se llamaba Chelo Oñate; para todos los que la vivimos: Chelo. Tenía 88 años cuando nos dijo adiós con la misma sonrisa de siempre. Cuando reunió a toda su familia -una de esas familias que ella hizo grande desde la generosidad y el amor- y les dijo que al día siguiente era Nochebuena, que la que se iba era ella, que bastante tenía, y no quería tristeza alrededor. Hasta la cena la tenía organizada. Una última cena a la que ella no asistiría, pero sí su ternura.

Chelo, 88 años. Mi niña, como le he llamado durante estas dos últimas décadas. Desde el día en que llegó por primera vez a una ensayo del Aula de Teatro de la UA, con el mismo candor que una adolescente que pide una oportunidad. Y se la dí, por supuesto. Ahora sé que fue ella quien me la dio a mí. Conocerla, sobre el escenario, con esas ganas de aprender, fue todo un privilegio, una enseñanza para quien le gusta enseñar. Como una chiquilla que no quiere perderse nada y que sabe que, si el teatro es la vida, ella llevaba acumulada mucha vida para repartir entre bastidores. Conocerla, fuera del escenario, era toparse con la misma verdad que ella sabía infundir en todo cuanto hacía: desde un personaje de Shakespeare, recitar poemas o un gazpacho andaluz.

Mi relación con ella está llena de encantadoras anécdotas y vivencias. Sirva una de ella para acercarse, casi de perfil, a su perfil. Actuábamos en el Penitenciario de Fontcalent. A veces la Universidad nos llevaba allí, donde el teatro es, si cabe, todavía más necesario. Chelo tenía un personaje que salía a mitad de la representación. Fue salir, pisar ella el escenario, con la serenidad de sus años, ese pelo ondulado color ceniza, su media sonrisa? y estallar la magia. Se puede decir que el teatro se puso patas arriba. Los reclusos, al verla salir, como si aquella presencia les provocara una emoción difícil de controlar, empezaron a ponerse en pie. No tenían ojos para otro personaje que no fuera el de Chelo. Chelo era el personaje. Y, de forma espontánea, empezaron a aplaudir. Primero fueron solo unos pocos aplausos, casi tímidos. Al final, el aplauso, firme, agradecido, era unánime. Yo contemplaba todo aquello desde el recinto técnico. Pocas veces me he emocionado tanto en una representación. Y el caso es que Chelo todavía no había abierto la boca, lo que hizo cuando, al cabo de un buen rato, el silencio le cedió la palabra.

Al terminar el bolo hablé con algunos de los internos. Necesitaba que me desentrañaran la chispa de aquel momento. «De repente -me miró emocionado uno de esos armarios que después resultan no ser tan fieros como sus tatuajes- aquella mujer era la abuela de todos; esa que algunos han tenido la suerte de tener y otros hubiéramos querido tener. Con todos mis respetos, jefe, ha sido un subidón. Y yo que creía que el teatro no me iba a gustar?»

Aquel espectador -aquellos espectadores del penitenciario- no solo habían descubierto el teatro, habían descubierto que la vida y el teatro a veces son la misma verdad. Y todo gracias a Chelo.

Quince días antes de fallecer la vi desgranar versos en la Asociación de Vecinos de Los Ángeles. Tan vertical, tan llena de luz, ante un auditorio atónito. Estaba muy contenta por su anuncio de turrones El Lobo, que triunfaba en internet. Y porque un director de Madrid con varios Goyas le había fichado para su próxima película. Mecachis, me dijo, igual no la puedo hacer, pero, oye, me ha hecho ilusión?

Ilusión y vida la que nos regalaba ella en cada uno de sus sueños de niña eterna.

Por eso, ahora que algunos llevamos un mes sin Chelo sabemos que también llevamos un mes sin un pedacito de vida que, de alguna manera, irá insuflando recuerdos que nos la devolverán día a día. Como era su NOCHELO, esa noche de verano hecha tradición en la que todos -muchos la queríamos mucho- nos reuníamos en su casa para cenar, improvisábamos escenas, soñábamos, bajo la luna y las guitarras. De allí surgió una canción compuesta entre todos, a modo de himno, una rumbita que subíamos al cielo de Chelo:

Ay qué agustico, ay qué agustico

Lo pasamos en la Nochelo

Todos junticos, ay qué agustico

Aquí en la casa de Chelo.

y que seguiremos cantando y recordando todos los veranos, aunque ella no esté, porque es la canción de vida que esta maravillosa mujer nos ha regalado para siempre.