Cómo embestía Ruiseñor. Había empujado con los cuartos traseros en dos buenos puyazos (muy fuerte el primero) de manos de Chocolate. Cerraba un sexteto de astados de variado juego, y lucía un pelaje tan bello como llamativo: burraco, capirote y botinero. Una pintura. «¡Que dios te libre de un toro bravo!», le espetó Juan Belmonte a un osado novillero que pedía para sí un ejemplar de tal cualidad.

Lo había recibido Manzanares con un ramillete airoso de verónicas, y tras brindar emotivamente a una muchacha invidente, se dobló el de Alicante con el bravo burraco, que llevaba dinamita en sus entrañas. Dos doblones rodilla en tierra recordaron la belleza del toreo poderoso, tan perdido en estos días. Qué cosas, oigan. El poder. Luego se desarrolló la faena por la mano derecha. Ahí Manzanares es látigo y satén. Las primeras tandas anunciaron la importancia que tenía todo cuanto acontecía en el ceniciento ruedo, con Ruiseñor engallado y pidiendo guerra, y Manzanares por momentos algo ahogado, pero sin volver la cara. A la tercera serie con la diestra ambos, toro y torero, se calibraron y decidieron que muy por abajo y muy en largo aquello iba a alcanzar cotas de oro de ley. Poder y mando, bravura y exigencia, qué gloria la del torillo fiero, la del torero entregado.

Desde la distancia, en largo y encampanado. «¡Aquí estoy!», parecía decir Ruiseñor cada vez que Manzanares se enfrontilaba y le presentaba la recia muleta. Con la zocata vino el abismo. Ni uno ni otro lo vieron claro. Ahí se esfumó la segunda oreja que el público (algo más de dos tercios de aforo cubierto) pidió tras un volapié casi perfecto, quizá dos dedos, casi un palmo, desprendidilla. ¡A una mano (o menos) de la gloria! Las tres últimas tandas con la diestra fueron macizas, emocionantes, de sobresaliente trazo y soberbio mando. Intensas y magnas. Una oreja que supo a poco y vuelta al ruedo para un toro bravo de veras.

La otra versión

El tercero había deambulado por el otro palo, el de la calidad suprema. Qué bajío más bueno el de quien saque el papelito con el lote del sorteo matutino para el torero alicantino. Soleares embistió con una cadencia desbordante, a pesar incluso de un volantín que le mermó la fortaleza en banderillas. Llevaba el segundo hierro de la casa, Toros de Cortés (como el quinto), y se desplazaba noble y con ritmo. Otra vez la faena se dirimió a derechas. No está confiado Manzanares con la zurda. Y eso a pesar de los dos naturales soberbios que le endilgó casi al final del trasteo. Anduvo elegante a diestras, algo forzado en algunos muletazos, más acompasado en otros, vibrante en un cambio de mano, elegante en alguno de pecho. Estoconazo recibiendo. Qué espada tan letal y tan amarratriunfos. Una oreja que también supo a poco, aunque por otros matices. Sin doble trofeo en un mismo toro, no hay puerta grande en Bilbao. Cosas de los reglamentos.

La otra oreja la cortó El Juli por su privilegiada manera de ver, entender y sacar faena de cualquier astado. El quinto fue un toro abanto (o sea, huidizo y sin fijeza) y mansurrón. Julián se lo llevó a los medios para quitarle querencias y manías e hizo fácil lo que parecía imposible. Aperreada había ido su curtida cuadrilla en los primeros tercios. El Juli acertó enseguida con los terrenos y los toques y extrajo series muy meritorias por ambos lados. El trofeo cayó tras medio espadazo trasero y tendido, pero eficaz.

Se pudo llevar otro del segundo, pero el acero viajó titubeante. Lo había toreado el madrileño como en el patio de su casa. Eso que los cursis llaman ahora «descolgado». El animal tuvo cierta nobleza en las primeras tandas, bien hilvanadas por ambas manos por Juli, pero se rajó pronto. Saludó una ovación.

Ferrera anduvo muy digno con un lote incierto y que nunca se entregó. El que abrió plaza se quedaba corto en los viajes, a pesar de lo que trazó algunos muletazos estimables. El cuarto lució más temperamento, y tampoco pudo estar a gusto por el viento molesto. Se silenció su labor.