Arturo Fernández dedicó 68 de los 90 años que cumplió en febrero a ser en la escena y en la vida «un galán», es decir un buen actor con un «buen porte» de nacimiento, pero su popularidad se la ganó a pulso con su sinvergonzonería elegante y una vis cómica que se resumía en su grito de guerra: «chatina». A primera hora de ayer falleció en un hospital cuando iba a ser interveniudo de nuevo de un tumor estomacal.

El primer trabajo del «mastroianni gijonés» fue en el cine en 1951, hizo su primera función en 1954 y creó su propia compañía en 1961: «después de 58 años es la que lleva más tiempo sobre el escenario en la historia del teatro en España y eso sin haber pedido jamás una subvención», decía.

Cuando empezó como empresario teatral, lo hizo con Dulce pájaro de juventud, el drama de Tennessee Williams, con el que consiguió varios premios en 1962, aunque en los momentos dramáticos los espectadores «se partían de risa» y eso ya le dio «alguna pista» de que lo suyo lo mismo era la comedia. Otra vez fue contratado para una obra «magnífica» de Joaquín Calvo Sotelo, pero el problema era que se trataba de «una comedia dramática después del gran éxito de ¿Quién soy yo? -1970-, de Juan Ignacio Luca de Tena». «La gente no quiso verme, y el culpable era yo, porque no querían verme en algo muy dramático. Te das cuenta de que te tienes que apartar y de que lo tuyo es la alta comedia, siendo mucho más difícil de interpretar que un drama, y que hay que saber elegir a los autores», asumía.

Tuvo siempre mucho éxito con sus trabajos porque, explicaba, siempre había tenido «ojo» al elegir a los autores y llenó los teatros con títulos como La montaña rusa, Pato a la naranja, Esmoquin o Los hombres no mienten.

«Meto a los personajes en mi piel, no al revés. Así nunca me ha costado trabajo interpretarlos. Todos los personajes que he hecho he sido yo», aseguraba.

Estuvo encima de los escenarios hasta hace marzo pasado, cuando tuvo que suspender la gira con la que llevaba dos años las funciones previstas en Zamora de Alta seducción porque le dolía mucho la espalda, de la que ya le habían operado hacía unos años.

Este «madurísimo», que presumía de sus comedias «olían» a «chanel» y tenían glamour, era de una generación que «a quien tenía un traje se le aplaudía por la calle» y por eso él iba siempre «como un pincel» y tenía claro que cuando abandonara la profesión lo haría «con el esmoquin puesto y la raya del pantalón bien planchada».

Porte y alma limpia

El porte, decía, lo había heredado de su madre pero él estaba más orgulloso de otra cosa: «Lo que luce es llevar el alma limpia, sin ningún reproche contigo mismo, sin haber hecho daño a nadie. He sido un hombre terriblemente feliz porque la vida me ha tratado muy bien y yo he tratado de corresponder y creo que, conscientemente, nunca he hecho daño a nadie», afirmaba.

Creía que el actor debe ser «un misterio, y proteger su glamur, no dejarse ver y que su vida pase desapercibida» por eso estaba muy orgulloso de que «jamás» se había metido en la vida de nadie ni dado que hablar: «Lo mejor que he hecho en mi vida ha sido nacer», resumía.

Su popular «chatina» era «un gesto de cariño» que se quedó en su vocabulario, y de paso en el de media España, tras su paso por la exitosa serie de televisión La casa de los líos (1996-2000). Pero no quería volver a la televisión porque decía que las cosas habían cambiado mucho y «no se sabía hacer comedia: huele a cocido y la comedia tiene que ser champán, glamur y caviar», zanjaba.

Antes había hecho otra famosa serie, Truhanes, con Paco Rabal, su compañero también en la película del mismo título. Aquella fue su película número 70. Después hizo otras seis.

«Me importan un carajo los Goya, me tienen sin cuidado. Cuando yo hacía cine, en mi época, iba a dos premios por año», entre ellos varios del Sindicato del Espectáculo franquista pero también la Medalla de Oro de las Bellas Artes o la Medalla al Mérito en el Trabajo (2013).

El gijonés era hijo de un trabajador de la estación ferroviaria de Langreo que tuvo que abandonar España en 1939 por su militancia en el sindicato Confederación Nacional del Trabajo (CNT) pero él no tenía reparos en decir que era de derechas, incluso bromeaba con que Franco le quedaba «a la izquierda» y se negaba a actuar en Cádiz «porque allí está Podemos».

Colgó el cartel de «no hay entradas» durante nueve meses consecutivos con L os hombres no mienten, algo que, decía, jamás había ocurrido en el teatro en España y solo una vez había visto el teatro «medio vacío». «Fue en Barcelona -en 2016- con Enfrentados, una comedia hecha para Barcelona pero que cayó por la cosa política, simplemente porque la obra era en castellano. Esta Barcelona no es la que yo conocí, veo a la gente triste y con miedo a no se sabe qué», decía en 2017.

El calendario lo inventó, decía, «un amargado para joder a la humanidad» y por eso tenía claro que no se retiraría hasta que el público lo decidiera. «Es triste dejar aquellas cosas por las que has luchado tanto, pero tus amigos se han ido antes; por eso te rodea tal vez la soledad, te falta ese abrazo de los que no están y eso te hace pensar que estás ya muy cerca de otra historia».