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Generaciones de artesanos de la arcilla

El taller de Cerámica Maestre de Biar mantiene vivo un oficio que se remonta en la provincia al siglo XVI

Las mujeres de la familia de María José Payá se dedican desde el siglo XVI a pintar cerámica. Áxel álvarez

Es uno de los últimos de su especie. El alfarero Adrián Maestre es una rara avis en un mundo en el que priman los utensilios de usar y tirar. Así, atrincherado en su taller de cerámica vidriada de Biar mantiene el legado que ha asumido de su familia. El primero fue su tatarabuelo, quien en 1800 llegó a la población alicantina con una única herencia: el conocimiento de un oficio que en Mananises era una forma de vida. Allí todavía conservan algunas empresas que se dedican a cocer esta artesanía valenciana, aunque cada vez son menos.

Cerámica Maestre es un taller de los que saben a historia y es el único en la provincia de Alicante que se dedica a la cerámica vidriada. Lleno de platos, de vasijas y de azulejos, a lo largo del tiempo sus propietarios han ido recopilando la memoria de los ceramistas de Biar, con el objetivo de mantener viva la historia de un sector muy vinculado con la población.

Una fotografía en el almacén da cuenta de su potencialidad en años pretéritos. A principios del siglo XX, hombres y mujeres -ellos alfareros y ellas, pintoras- posan frente al taller. Adrián desconoce de qué año data la imagen en blanco y negro, pero indica que «ésta, la de la punta, es mi abuela». Es consciente de que pertenece a una saga de ceramistas que ha transmitido durante generaciones su buen hacer.

En el taller, junto a Adrián, rodeada de pinceles se encuentra María José Payá. Lleva desde los 16 años trabajando en Cerámica Maestre. Ella es quien da vida a cada una de las piezas con sus pinceles y sus pinturas. Motivos fgeométricos, flores, pájaros, figuras humanas, nada se le resiste a la hora de plasmarlo en jarras, platos o murales.

Payá pertenece a otra de las largas sagas de ceramistas de Biar. Su familia llegó desde Alcora a la población del Alto Vinalopó en el siglo XVI. La de sus antepasados fue una de las primeras que se abrió camino en el sector de la cerámica vidriada en el pueblo del interior de Alicante y lo cuenta con orgullo. Asegura que «pintar cerámica lo llevo en la sangre, en el ADN. Mi abuela ya lo hacía y antes su madre».

Payá narra que «cuando era pequeña ya sabía en qué quería trabajar y cómo lo tenía que hacer» a lo que añade «no sé cuándo ni cómo aprendí, sólo sé que lo llevo dentro», mientras decora a pinceladas la pieza que tiene delante. Se maneja con los colores y tipografías. Así, con toques casi imperceptibles, el dibujo que ha creado en su cerebro lo plasma en la arcilla. María José Payá afirma que «he trabajado con tres generaciones, con el abuelo, con el padre y ahora con Adrián».

Una industria que en tiempos pasados llevo el nombre de Biar a mesas y hogares lejanos y piezas de arte que han salido de los talleres son reconocidas por los vecinos del municipio como parte de su historia. De esta forma, Biar rinde tributo a este oficio que se asentó en la población en el siglo XVI y creó una floreciente industria que poco a poco ha mermado. Cerámica Maestre es la única superviviente.

Supervivencia

Maestre cuenta que después de cinco generaciones, la empresa ha soportado diversas reconversiones que le han garantizado la supervivencia. Se sobrepusieron al envite del vidrio templado, al plástico. Y volvieron a sus raíces, a crear piezas decorativas. Aunque la idea de negocio se ha modificado a lo largo del tiempo, la forma de elaborar las piezas no ha variado. El oficio ha pasado de padres a hijos.

En el taller de Cerámica Maestre, Adrián narra como la arcilla, primero pasa por un proceso de amasado para así ablandar el material. Después corta la pieza y rellena el molde para que el material tome forma. Una vez desmoldado, sufre la primera cocción y no será la última.

La fase final es la que hace de cada pieza, una obra de arte única. Se pasa por un baño de esmalte y se pinta. Otra vez se mete al horno y así consigue el aspecto vidriado y brillante.

En varios siglos, el único cambio en el modo de producción fue la introducción de la luz en los hornos. Atrás quedo esperar durante horas para que la leña llegará a los más de 900 grados caloríficos que precisa la elaboración.

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