El dramaturgo Salvador Távora, que falleció ayer a los 88 años, fue soldador en su juventud, y siempre reconoció como propio el universo obrero, al que quiso pertenecer, hasta el punto de no abandonar el humilde barrio del Cerro del Águila y fundar un teatro en el polígono industrial de Hytasa, en cuya factoría trabajó.

Los restos moratles del director sevillano serán enterrados en un panteón familiar del cementerio de San Fernando de Sevilla hoy, a las 13,20 horas, tras el acto en su recuerdo que se realizará en el tanatorio de San Lázaro. También se mantendrá la representación de su ópera flamenca Carmen, en el Távora Teatro Abierto, donde participa su nieta.

La productora y pareja del director, Liliane Driyon, aseguró que llevaba ya varios años «en los que no estaba bien y su enfermedad evolucionó, provocando que últimamente estuviera muy triste porque se encontraba sin autonomía y sufriendo. Su mente ha sido hasta el final totalmente clarividente y tenía muchos proyectos artísticos que quería llevar a cabo, pero su capacidad física se lo impedía y esto lo desesperaba».

Fue el universo obrero el que lo trasladó a su dramaturgia, en la que no solían faltar maquinaría industrial que deambulaba sobre el escenario junto a actores y bailaores, además de caballos, cadenas y otros elementos que imprimieron un innegable carácter simbólico a sus obras, en las que también intervinieron bandas de tambores y cornetas, entre otros elementos de la cultura popular.

Fue un hombre discreto y moderado en sus intervenciones públicas, como si toda la expresividad la reservara para sus actores y para sus montajes teatrales, muchos de ellos de aire expresionista desde el mismo título: Quejío. Los títulos de sus montajes ya lo decían casi todo: Los palos, Herramientas, Andalucía amarga, Nanas de espinas y Piel de toro.

Calzaba botos y llevaba una pequeña coleta cuando nadie, ni siquiera en la izquierda, llevaba coleta, lo que tal vez fuese otro guiño a su juventud, cuando toreó de novillero pero sin llegar a tomar la alternativa. Si hubiera que definirlo con una sola palabra, tal vez sirviera la de «autenticidad», cuyo significado alcanza al nombre de la compañía teatral que creó y dirigió durante la mayor parte de su vida, La Cuadra. Con ella se enfrentó a la dictadura franquista pero también a lo políticamente correcto, ya que se empeñó en lidiar realmente a un toro de verdad en uno de sus montajes teatrales, Carmen, que hubo de representarse en plazas de toros.

Junto al director de cine Benito Zambrano y la bailaora Cristina Hoyos, fue uno de los encargados de leer el manifiesto contra la guerra de Irak que elaboraron los artistas andaluces. Hombre de izquierdas, mereció el respeto de todo el mundo, incluso de quien más alejado pudiera estar de sus postulados estéticos, tal vez por su carácter afable y por una sencillez que transmitía bondad, lo cual no era incompatible con un férreo convencimiento estético que le llevó a crear una dramaturgia propia, alejada de las modas.

Por requerimiento de Nuria Espert, participó como coreógrafo en el montaje de La Traviata en 1989, su primera intervención en el mundo de la ópera y un año después, sorprendió de nuevo con la puesta en escena de la obra de García Márquez Crónica de una muerte anunciada, autor que le felicitó por el montaje .

A lo largo de su trayectoria fue condecorado con la Medalla de Andalucía y la Medalla de Oro a las Bellas Artes, fue reconocido como Hijo Predilecto de Sevilla, y recibió numerosos galardones, como el Premio Max de Honor en 2017. En mayo de 2018 Távora recibió el homenaje del Festival Internacional de Teatro y Artes de Calle de Valladolid (TAC). Allí pronunció una máxima que trasladó a su carrera: «El arte sin compromiso es una cosa inservible».