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Entre la lección y el fraude

El encierro de Núñez del Cuvillo en la plaza de Bilbao fue una sucesión de extrema flojedad y mansedumbre

Entre la lección y el fraude

Hasta que Enrique Ponce se dirigió a los medios para brindar la lidia y muerte del cuarto de la tarde, solo había datos negativos que constatar. Con un cartel tan rematado, no se acabó el papel en Vista Alegre (Bilbao), aunque se rozó el lleno, y las reses de Núñez del Cuvillo lidiadas habían resultado un muestrario de debilidades desesperantes. Son las cosas que ocurren cuando se anuncian tantos nombres de postín en un mismo cartel.

El toreo de la posmodernidad que alentan toreros y empresarios/apoderados vive en el equilibrio peligroso de la nobleza extrema, esa que permite las faenas de sesenta muletazos, largas y superficiales, pero que no presenta problemas derivados de la casta y la bravura. La nobleza, no se crean, también es signo de bravura, pero cuando va acompañada de acometividad, brío, emoción, codicia. Sin embargo, de ser así, ya no vale. Lo dicho: el toreo de la posmodernidad, que ya veremos si es una fase más de la historia de la tauromaquia o, quién sabe, quizá sea el comienzo del fin. Es el fraude que planea desde hace tanto tiempo sobre los pilares básicos del rito táurico.

Pues a ese cuarto astado, a quien nadie veía opción a priori, el torero de Xiva le vio fondo, y tras brindis al respetable, se puso con la mano derecha a pulsear y afianzar las acometidas del animal. No es que el de Cuvillo fuera un dechado de nada, pero se movía con cierta franqueza, y ya no es noticia la ciencia muletera de Enrique Ponce con esos toros de medio pelo, que ni sí ni no, sino todo lo contrario.

La tercera serie fue el cenit de la tarde: derechazos rematados y ligados, con la elegancia propia del valenciano. No lució igual en la siguiente tanda al natural, y cuando volvió a la derecha, el astado ya exigía al tercer muletazo. Dejó Ponce la muleta en la cara para que no pensara el animal, y salpimentó las tandas con inicios y remates vistosos: que si un pase de las flores, un trincherazo, un afarolado, y los pases de pecho siempre largos.

Hasta la serie de poncinas finales, convertidas en toreo por bajo de mucho saber y sabor. Tenía una oreja de mucho peso cortada, y se tiró a matar como si se estuviera jugando el próximo contrato, saliendo feamente rebotado por la pechera, por fortuna sin consecuencias. Lástima que el espadazo, algo trasero, no fuera eficaz, y el verduguillo se le encasquillara al valenciano. Saludó una gran ovación.

Pasados prácticamente «in albis» los dos primeros capítulos de la tarde, con el primero devuelto y el segundo que debió seguir sus pasos, añádanle otro capítulo vacío para Manzanares en el quinto, que no solo resultó flojo, sino manso. En las primeras tandas con la franela se movió algo, un atisbo, pero descompuesto, calamocheando y venciéndose cuando se le ligaban los muletazos. Como había que bajarle la mano para domeñar, el resultado fue el desplome y, a continuación, la búsqueda de las tablas. Silencio y silencio para el alicantino, que repite esta tarde con toros de Garcigrande junto a Juan José Padilla y El Juli. A ver...

El otro manso pregonado le tocó a Roca Rey en el sexto. Lidia destartalada, con el astado huidizo, y apenas nada con la muleta, pues el animal se acobardó estrepitosamente.

En su primero, cuyas fuerzas eran escasísimas, se vio la versión más templada y de enfermero del torero peruano. Lástima que su evolución vaya virando hacia estos fueros, que no son los suyos. Pero es un torero con tantas aptitudes que construyó una faena de cierto buen tono al moribundo cuvillo. A base de pulso, media altura en las telas, ni un solo tirón, una colocación perfecta, en fin, un planteamiento «ad hoc» irreprochable, Roca Rey logró sobre todo una tanda sobre el pitón derecho y algunos naturales de muy alta nota, junto con los de pecho. Un pinchazo y una estocada dejaron el premio en cariñosa ovación.

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