De Pitágoras tenía pensado el maestro hablarles aquel día. Los números, la suma y la resta y el cálculo de lo que medían los labradíos y de los que pesaba el grano, el bronce o los toneles de aceite era importante para la agricultura y muy importante para el desarrollo del comercio. Pero el nutrido grupo de discípulos había cambiado. A la escuela pintada con los colores del arcoíris acudieron muchos niños y niñas, más que nunca, la mayoría desconocidos para él; algunos, sus pequeñas túnicas lo avisaban y, todavía más, sus caritas entre sorprendidas y atentas, eran hijos de familias nulistas. Quién sabe si Mois los habría convencido. El maestro Ludovico los miró a todos complacido, contento por la aprobación de la nueva ley, y orgulloso de su tarea; quiso ir más allá de la aritmética, hablaría del universo, del cielo y de la tierra, casa común de todos los seres humanos; y decidió contar algo de la vida de Hipatia, la célebre mujer docta en astronomía y otras ciencias. Sí, una mujer como vosotras, les dijo, capaz de mirar a las estrellas. A menudo, y ese día con mayor motivo, ilustraba sus explicaciones mostrando dibujos de extraños objetos. ¿Veis esto? Se llama astrolabio. ¿Astro? qué?, preguntaron los niños corriendo a rodear al maestro y al dibujo. As-tro-la-bio. Se cuenta que fue inventado por la propia Hipatia, y es un instrumento que sirve para conocer la posición de los astros en la bóveda cielo. Ahora, sentaos en el suelo y cerrad los ojos hasta que os avise. Lo hicieron obedientes. Cuando los abrieron tenían ante sí un largo mapa. En cuclillas, y señalando aquí y allá, les dijo: esto representa el mundo que habitamos, la tierra firme, los mares, los reinos, todo el mundo conocido.

Una de las niñas vestida con túnica, preguntó mientras su dedo índice oscilaba entre el astrolabio y el mapa:

-¿Y entonces, dónde vive la Diosa?

El maestro se quedó pensativo, y respondió:

-Quizás en el alma de cada uno de nosotros.

El pequeño Mois veía las formas extrañas del mapa marcadas en líneas negras, pero a través de la puerta miraba con más atención el verde de los arbustos, la yerba salvaje y las flores descaradas abiertas al sol. No le dolía la espalda, deseaba la llegada de la pausa y correr, jugar con sus compañeros. Esta vez no habría de refugiarse en lo alto de la rama de un ficus.

Cuando el orfebre salió de su casa, construida en piedra noble y junto al ágora, aún estaba todo oscuro. Amanecía despacio, como si aquella mañana el sol negara su luz. El anciano caminaba con cuidado, mirando dónde apoyaba un pie y después el otro. Debía cruzar la plaza de lado a lado hasta llegar al callejón en el que tenía su próspero taller. A su edad, el trecho se le antojaba cada día un poco más largo. Se detuvo a descansar casi a mitad del ágora, apoyándose en el mástil del honor, y observó el cielo; con la claridad caminaría más seguro. Nada. Por el Este, en la negrura, apenas se abría una grieta morada virando a un rojo apagado. Sin bajar la cabeza giró el cuello hacia el otro lado y comenzó a proferir gritos de endemoniado.

Los alaridos despertaron a los vecinos, las mujeres abrieron las ventanas. Miraban sin ver, todo estaba oscuro. Los hombres acudieron armados con palos, algunos con hachas.

El maestro orfebre yacía en el suelo, inmóvil, arrugado, los ojos fuera casi de sus órbitas fijos y vueltos hacia arriba. Los hombres siguieron la dirección de aquella mirada macabra y quedaron, también ellos, paralizados por el horror. Una criatura, un niño crucificado.

Del punto más alto del mástil colgaba el cuerpo de Mois.

El príncipe Jacobo había madrugado aquel día de oscuro amanecer, y se encargó de atender la audiencia perentoria solicitada por Lisandro, el Alguacil Mayor. Fue incapaz de escuchar los detalles del suceso y de la escena. La ira le invadió el alma. Ordenó, sin esperar al Rey, el arresto de toda la familia de Mois. Y comunicádselo a Leila inmediatamente, ¡que se entere! la sacerdotisa de los nulistas.

Se sintió cretino y culpable. Si desde el principio hubiésemos aplicado las leyes del reino jamás habríamos llegado a esto. Si yo hubiera apoyado a mi padre, ¡mi padre!, ¿cómo se lo cuento?

Acaso daba ya igual la forma en que se lo contara. El puñal de la rabia por no haber enviado a las mazmorras a la madre el mismo día que supo del salvaje castigo al crío; las fuerzas que ya le abandonaban jornada tras jornada; el remordimiento por no haber obrado con justicia en el asunto de los titiriteros; la melancolía del anciano; la inminente división y la sangre corriendo por el reino; el sentimiento vago pero cercano de la propia muerte; los desencuentros con su hijo; las intrigas; los miedos; la fatiga pertinaz; saber que la crisis exigía una reacción con mano firme y la suya -de reojo la miró- temblaba. Muchos cañonazos para tan pocas defensas. El corazón del rey Tyron VI no soportó la inminente batalla.

Ésa le tocaba librarla al flamante Jacobo I y no incurriría, se dijo, en los errores del pasado. Se lo debía a su pueblo y a su padre. Ante la nueva Asamblea que habría de proclamarlo rey se propuso restaurar de inmediato las viejas costumbres y convertirlas en ley. Se acabaron los enmascarados por las calles, la gente andaría descubierta, dando la cara a cada paso; ¡así fue siempre en esta tierra, y así volverá a ser! Y se acabaron los castigos crueles a los niños: tamaña tortura no la volverá a ver mis ojos. Y, por supuesto, la ley reciente contra los que impidan acudir a la escuela a sus hijos será de nuevo aprobada, pero en los términos exactos propuestos por mi padre, el difunto Rey; ¡al diablo las tres palabras que introduje para apaciguar a los seguidores de la diosa Nula. Y se aplicarán las leyes a todos, nativos y extranjeros, por igual; no he de permitir pretextos ni excepciones. Y retornarán las sagradas libertades para juglares, comediantes y titiriteros y para el pueblo todo; nadie en este reino habrá de temer una agresión por decir lo que piensa, lo diga en serio o a modo de chanza. Y viviremos en paz con quienes acaten nuestras leyes.

No daba abasto el barón de Hugolino a pasar tantas normas a los pliegos. Quiero que estén todas escritas para el día en que se celebre la Asamblea, fue la primera orden que, el fiel Consejero de Justicia, recibió de su majestad el rey Jacobo I.

Escaso era el margen de tiempo con que contaba el Consejero para llevar a cabo su ardua tarea legal, aunque al tratarse de una Asamblea encargada de confirmar al nuevo monarca, la tradición y el Códice del reino ordenaban la previa celebración de unos comicios para elegir a los representantes del pueblo; eso le proporcionaría alguna jornada extra. Con todo y estar agobiado por el tiempo, el barón de Hugolino se sentía satisfecho, y a la vez sorprendido, con el interés que mostraba el joven rey por gobernar a través de las leyes.

También el pueblo vivía jornadas gozosas. Inusual movimiento de gentes. Tenderetes, en ocasiones simples telas raídas en el suelo mostrando objetos; en otras, tablas apoyadas en barriles y cubiertas por un techo de lona, no solo en la plaza del mercado, sino en cualquier callejón. Jarras de bronce, vasijas de barro, copas de alabastro, y martillos de todos los tamaños, telas de Oriente y perlas llegadas de mares sin nombre. Todo se ofrecía y mucho se compraba o se vendía, unos preferían el trueque, otros regateaban a voces. Bullicio de vida. Reunión de artesanos y mercaderes, ciegos recitando y prostitutas atentas al tintineo de las monedas, y hasta algún espía llegado de otros imperios. A cada poco sonaban las trompetas de los heraldos para recordar a todos los habitantes de Rocidente, hombres como mujeres, que podían votar o ser elegidos para la Asamblea. A música celestial le sonaba a las gentes aquellos llamamientos, lo de menos eran las votaciones, ¡uff qué pereza!, lo importante era la fiesta. La muchedumbre atestaba las calles tan llenas de desconocidos que nadie reparaba en nadie, la inminente proclamación del rey, ¿será guapo?, preguntaban las mujeres en voz alta (y algún hombre, en voz baja o acaso solo para sí), se vivía como una fiesta, olvidadas las rencillas; raro en ellos, hasta los nulistas se unieron, sin su habituales túnicas y comedidamente, a la jarana. Fue Jacobo, siguiendo con su costumbre de mezclarse disfrazado entre la gente, quien pudo advertir el detalle esperanzador. ¡Ojalá acepten nuestras usanzas, y con ellas disfruten!, ¡ojalá?! deseaba en silencio. A quienes no pudo encontrar, pese a lo propicio de la ocasión, fue a Charlie y su familia de titiriteros. El susto que se llevaron, o tal vez el oro que les pagué, los habrá alejado del reino. Espero que eso no se repita.

El aspecto del ágora ha cambiado de forma visible. El estrado real, con el trono ocupado por Jacobo I, es más pequeño, ya no hay príncipe heredero. El mástil del honor, ahora símbolo de la infamia, ha desaparecido; en su lugar, rosas blancas en recuerdo de Mois. A los encargados de hacer sonar los tres acordes de trompeta les falta el aire en los pulmones. Solo las gradas de madera muestran el aspecto habitual, repletas de gente; pero es gente que guarda silencio, desconcertada, inquieta con lo que ve. Nadie mira a quien va a ser proclamado rey. Todos los ojos, también los de Jacobo, están fijos en el estrado que acaba de ser ocupado por los cincuenta nuevos representantes del pueblo. Una, dos, tres... así hasta treinta mujeres, todas con la cabeza rapada y vestidas con anchas túnicas pardas. Solo la Sacerdotisa lucía ojos y labios tintados con el color de la mora.

Leila rompe el secular protocolo. No espera que le concedan la palabra. No se pone en pie, habla sentada y arrogante. Ella es la enviada por la diosa Nula. No te reconocemos como rey, le espeta a Jacobo. Tus leyes y las de tus antepasados quedan abolidas. Desde hoy, y siguiendo las enseñanzas de la gran Diosa, la única ley será mi voluntad. ¡Así sea por siempre! exclaman como en trance sus veintinueve prosélitas, elevando los brazos al cielo. Abuchea parte del gentío, pero la gran mayoría extiende sus brazos y grita, ¡así sea! ¡así sea!, ¡muerte a los impíos!, Jacobo I ordena a los heraldos que suenen las trompetas para acallar el griterío, y recuerda que está en el uso de la palabra una legítima representante del pueblo, y deben dejarla hablar.

-¡Hablar, ja! -se ríe Leila- No hay nada más que hablar. Yo soy la suprema autoridad. Y mi voluntad es que tú no seas rey y que esta asamblea no se vuelva a reunir jamás.

-Eso es una traición al pueblo -replica Jacobo.

-No hay traición. Es vuestra ley. Antes, cuando éramos pocos, nos la imponíais. Ahora, que somos muchos, os la imponemos a vosotros.

Siguió una cruenta guerra.

De Rocidente nada quedó en la historia. Solo un cuento viejo; eso sí, repetido muchas veces.