El alba se iba desplegando teñida de rojo. El Príncipe contemplaba el amanecer desde la ventana de la torre, esta vez llegaría puntual a la sesión del Consejo Real. El gallo cantó pronto.

En el trono, cuatro peldaños por encima del suelo de mármol rosa, su majestad el rey Tyron VI; a su derecha, dos escalones por debajo, su alteza el príncipe Jacobo con la cabeza gacha casi todo el rato; y a su izquierda, sobre una alfombra verde -el color del estandarte del reino-, colocada a toda prisa, el sitial reservado al barón de Hugolino, Consejero de Justicia.

El rostro del Rey aparecía crispado. No le gustaban las sorpresas. Esa mañana lo previsto era pronunciar la sentencia, nada más. Pero hubo de ser aplazada (sí, es la ley. Solo será un momento, majestad, le dijo el consejero) ante una audiencia extraordinaria solicitada por los titiriteros.

Charlie, y sus dos hijos, comparecieron con ropas sencillas, dignas, los tres cohibidos y harto deseosos de pasar el trago. El peso del momento abrumaba al padre, ¡pero, voto al diablo!, él era un hombre de la farándula: sabía actuar ante el público. Con elegante reverencia y muy buenas palabras informó que él mismo, y sus amados hijos allí presentes, perdonaban a aquellos jovenzuelos revoltosos y algo alocados que le habían interrumpido su función y descalabrado un poco sus ya muy usados títeres. Y el perdón -confesó- era de buena ley, de corazón, por no ser amigo de discordias y rencores con nadie, y menos -lo dijo con voz trémula- con los devotos de la diosa? de la diosa Nula, ¡eso! Hizo una pausa, y prosiguió:

-Los titiriteros como los comediantes somos motivo de regocijo y alegría para el pueblo. No se castigue a nadie por nosotros.

El Rey observó a Jacobo, y éste, que ha poco había levantado la cabeza, le devolvió la mirada arqueando las cejas con gesto de oh, no sé nada, padre.

Charlie continuó su plática asegurando conformarse con una justa reparación pecuniaria, tres monedas de bronce pueden bastar, propuso con humildad. Los dos vástagos, ajenos a los tratos de su padre con el Príncipe, se removieron sobre sus pies, inquietos. Charlie de reojo a punto estuvo de fulminarlos con su expresión severa, antes de alzar respetuosamente la voz y proclamar:

-Majestad, mucho más que nuestros guiñoles, incluso más que nuestro arte, vale la paz del reino y la tranquilidad de sus buenas gentes. Y por eso hemos venido a suplicarle clemencia para esos infelices.

-Vuestra petición ha sido escuchada. Ahora deberé meditar y consultarlo con el Consejo Real. Id en paz -ordenó el rey con voz cansada.

Padre e hijo, a solas en la cámara privada de Tyron VI, y cara a cara, sentados en sillas labradas en madera noble de los bosques cercanos. Jacobo le da cuenta de su trato con Leila: La sacerdotisa, padre, me ha prometido pagar las monedas de bronce que tú dispongas en la sentencia y, si a ti te place, ella misma reunirá en la plaza a sus hermanos para pronunciar un sermón censurando todo acto de violencia que no responda a un ataque previo o a una ofensa grave.

No le cuenta, no, éste no es el momento oportuno, la petición de un plazo para pagar las monedas ni la exigencia de que se prohíban en todo el reino los espectáculos blasfemos. Más adelante se lo diré. Ahora lo importante es que mi padre acepte el acuerdo, el pago, la prédica, el perdón de los titiriteros, y acabar de una vez con el problema, que se olvide, que todo vuelva a la calma?

En silencio, regresan ambos a la sala del trono.

El Consejo evita pronunciarse con la socorrida fórmula de trasladar la responsabilidad a otro. Confiamos en el recto y sabio criterio de su majestad, anuncia en tono ceremonioso, y en nombre de los demás, el Consejero de Justicia, barón de Hugolino. Los cuatro Consejeros (el Barón, partidario de aplicar exactamente lo previsto en la ley, y los otros tres, partidarios de castigos aún más duros) se han percatado de la posición conciliadora del Príncipe. Saben que más temprano que tarde reinará, y no quieren enemistarse con él.

Un paso adelante hacia la paz, piensa Jacobo a caballo de una ola de satisfacción personal.

El Rey, por fin, acepta a regañadientes firmar con mano temblorosa la sentencia patrocinada por el Príncipe. Intuye, y eso le subleva, que su hijo no le ha informado con lealtad, sospecha que Jacobo ha presionado a los titiriteros, al Charlie ese?, y quién sabe si a los propios consejeros, cada pensamiento, una flecha clavada en su frente, pero no, no se ha atrevido a preguntárselo antes de firmar. Se siente solo y viejo. Tal vez ya no entienda esta época; aunque sabe, de eso está seguro y nadie le ha de convencer de lo contrario, que en cualquier tiempo, apartarse de la ley es un mal negocio. Y por eso se lo debe recordar una vez más al Príncipe:

-Hijo, lo que acabo de firmar es un mal precedente.

En la palabra «hijo» encuentra el único alivio a su conciencia. Un atisbo de orgullo, súbito y fugaz como un rayo, orgullo de padre. Su hijo es un joven noble, de buen corazón, persigue a toda costa la paz en el reino; pero -el rayo se va como llegó- no, no basta solo con tener buen corazón.

Jacobo guarda silencio, no replica a las últimas palabras del Rey. El rostro de su padre trasluce el sufrimiento, un surco por cada duda; una arruga por cada reproche. La cara colmada, ahora, de cicatrices. La duda, la culpa, lo mantienen amordazado, sigue sin replicar, el silencio corre contra el tiempo, el padre le busca los ojos, quiere confrontar las miradas. Pero ya no hay tiempo.

El puño del paje golpea con estrépito la puerta de la cámara privada. Asunto urgente, se requiere la presencia del Rey, anuncia el paje cuando Jacobo todavía no ha terminado de abrirla.

Ante el monarca, el físico describe con irritante precisión la naturaleza de las heridas provocadas por el látigo en la espalda del niño (el rey vuelve la cabeza, y disimula un arcada) y el maestro Ludovico explica las causas:

-Majestad, se llama Mois, es hijo de una familia que profesa el nulismo. Los latigazos fueron el castigo por desobedecer la orden de no acudir a la escuela. Es una atrocidad que no podemos?

-¡Basta! -grita el rey.

Jacobo no sabe a dónde mirar.

El brutal castigo a un crío, y todavía más el fanatismo que movió la mano criminal, incita al rey Tyron VI a convocar a la Asamblea. Está encolerizado. Su primer impulso ha sido ordenar el inmediato ajusticiamiento de los padres del pequeño Mois. Lo ha discutido a gritos con su hijo y con el barón de Hugolino, siempre presto a recordarle lo previsto en la ley. No puede hacerlo, majestad, a menos que confiesen su culpa o el alguacil encuentre pruebas del delito, y aun en ese caso, jamás se les podría aplicar la pena capital. Su voz ha tronado, ¡¿no es prueba bastante la espalda de la criatura?!, y sus puños han estallado contra la mesa antes de zarandear a su propio hijo y de caer exhausto sobre la silla y, susurrando, comunicar que sí, que se somete al dictado de la ley.

La cólera deja paso a la fatiga. Harto de porfías. La decisión de convocar a la Asamblea no la ha consultado con nadie; la toma solo, por la noche, en su cama. Desde que ha escuchado el relato del físico y del maestro, las tripas revueltas, no ha probado alimento alguno y se ha maldecido mil veces por firmar una sentencia blanda, injusta, inútil. Ahora no puede dormir.

Deja el lecho para acercarse al escritorio. Se sienta y abre el Códice de Rocidente, un libro tan antiguo que apenas le permite ver los primorosos caracteres latinos. Enciende otra vela, acerca mucho la palmatoria al libro; y a la luz inquieta de la llama lee palabras sabidas casi de memoria:

La Asamblea es la reunión de los cincuenta representantes del pueblo con el Consejo Real, el rey y su heredero. Los representantes, también llamados ediles, serán elegidos por todos los habitantes del reino y ostentan la autoridad máxima en Rocidente.

Los comicios se celebrarán cada seis años y excepcionalmente antes de que se produzca el solemne acto de sucesión en el trono.

La Asamblea de Rocidente ostenta el poder de aprobar las leyes, de derogar las antiguas e incluso de destituir al Rey si traicionara las leyes del reino; así como de ratificar la proclamación del Príncipe heredero.

Se acabaron la concesiones. ¿Cómo se puede torturar a un niño por acudir a la escuela? ¡Qué clase de demencia anima al verdugo! Esta atrocidad exige una ley nueva, una ley dura y clara, cavila el Rey en su cama a la espera del sueño esquivo que no llega.

Lo que si llega al cabo, tras jornadas de preparativos, es el día previsto para la celebración de la Asamblea. Los representantes han llegado de todos los confines del reino. El ágora está repleta. Los chismes, rumores y relatos sobre los lances y pendencias de los nulistas se habían propagado (más el del azotamiento al niño, menos el de los palos a los titiriteros) como una plaga entre el pueblo, y, ahora, la gente quiere escuchar, saber, conocer el remedio que han de proponer los gobernantes, y fluye agitada hacia la plaza cuadrada que hoy parece más grande; pero las gradas de madera, acabadas de montar la noche de antes, están ya abarrotadas, los hombres empujan ganando espacio, las mujeres, ¡por favor por favor!, dicen y sueltan algún codazo, los mozos se encaraman a los tejados para disfrutar del panorama, y ver -casi todos por vez primera- al rey, al heredero y al Consejo Real, el trono y los sitiales de honor, sencillos, de madera de pino muy clara, están dispuestos sobre un estrado pequeño, y enfrente, a unos veinte palmos, sobre uno enorme que cubre casi toda la superficie del ágora, bancos corridos, como largos pupitres, ocupados por los cincuenta representantes del pueblo, y de entre ambos estrados, a un lado, a la izquierda del presidido por el monarca, emerge un recio poste, el mástil del honor, lo llama el pueblo, del que cuelga orgulloso el estandarte verde de Rocidente, ondea, lo mueve la brisa y casi lo estremece el potente sonido de los tres acordes agudos de trompeta que acalla el runrún de la muchedumbre.

Silencio. La gente instintivamente adelanta la cabeza, estira el cuello.

Los hijos, sean niños o niñas, de las familias que habitan el reino habrán de acudir obligatoriamente a la escuela hasta alcanzar la edad de doce años. Los padres que no cumplan esta ley serán desterrados. Es la contundente propuesta del Rey. Al escucharla, a Jacobo le asalta la imagen de su pesadilla, gente sin rostro luchando cuerpo a cuerpo, fuego en los campos, mujeres huyendo despavoridas, llanto de niños, una guerra de religión.

De inmediato asienten con la cabeza muchos de los representantes del pueblo, la gran mayoría; respira tranquilo el Rey. Las familias de labradores pobres necesitan a sus hijos en las labores del campo, objeta un edil, si sus hijos no aprenden a leer pobres seguirán por generaciones, replica rápido otro, se escuchan aplausos entre parte de la gente, perderemos habitantes y venderemos mucho menos, se lamenta Fabrizzio, un edil larguirucho que dice hablar en nombre de los comerciantes, ¿quién podrá vigilar a todos los padres?, protesta otro, ¡dejémoslo todo como está!, se oye desde el fondo del estrado, el Rey se ha puesto en pie y hablando como en un funeral rememora casi uno por uno los latigazos estampados en la espalda de Mois, debemos acabar con esta barbarie y mientras yo viva ningún niño en este reino volverá a ser torturado por ir a la escuela, más aplausos entre la gente y más numerosos que antes y también algún ¡viva el rey!, ¡viva!, responden varios ediles desde su estrado, pero siguen voces discordantes, solo los nulistas aplican castigos brutales, echémosles del reino, y se acabó, propone un edil y otros le apoyan, eso eso, sí sí, fuera fuera de nuestra tierra, vocea gente desde las gradas, la opiniones se dividen entre los representantes del pueblo, antes que a leer, los niños deben aprender los oficios y las niñas ayudar a nuestras mujeres, ¡fuera los extranjeros y sigamos como hasta ahora!, ¡qué nos importan los hijos de los nulistas!, se encanalla el debate, nadie defiende a los seguidores de la diosa Nula, tres años antes cuando se celebraron los últimos comicios, todavía vivían muy pocos en el reino -hoy, las cosas han cambiado, son multitud- y ningún edil los representa, ¡fuera fuera!, apoyo seguir como hasta ahora, se suma un edil tan bajito que apenas se le ve, aquí y allá se escuchan los primeros insultos, esto no me place, piensa el Rey, calcula sus apoyos, mira su izquierda, al nutrido grupo de representantes que al principio asintieron a su propuesta, ninguno ha tomado la palabra, confía en su lealtad. Todos han tenido ocasión de hablar y a todos los ha escuchado. Ya es tiempo de someter su ley a votación. Sí, ahora mismo. Las manos en la punta de los reposabrazos del trono, toma impulso para ponerse en pie. Pero ágil, se adelanta el príncipe Jacobo. Hace una reverencia y pide la venía. El monarca lo mira sorprendido, y se la concede con gesto hosco. Jacobo, de pie, se dirige a la Asamblea. Al Rey, mi padre, le asiste la razón. No solo debemos desterrar a quienes castigan a sus hijos por acudir a la escuela. También hay que procurar que todos, sean niños o niñas, conozcan las letras y los números. En ello va el futuro del reino, la sabiduría de nuestras gentes nos hará fuertes, prósperos y libres. Por eso todos deberíamos apoyar la propuesta del Rey como un solo hombre (Tyron lo mira agradecido, con ojos de padre), en cambio, acabo de escuchar a muchos dignos representantes del pueblo oponerse, también con buenas razones, a la nueva ley. Si ahora procedemos a la votación temo que habremos de contar votos a favor y votos en contra: división.

-Además -prosigue el Príncipe-, debemos pensar que esta ley atañe a la gente con costumbres muy diferente a las nuestras.

-Costumbres infames y bárbaras -replica el Rey.

-Y bárbara puede ser también la respuesta contra la ley, si no permitimos que la acaten sin violar sus principios religiosos; y que, poco a poco, se vayan integrando en nuestro reino. -Jacobo hace una pausa, sube al estrado que ocupan los ediles, busca su complicidad, y desde allí propone-: Y tengo para mí que sería mucho mejor llegar a un acuerdo, y por eso me atrevo, en nombre de la unidad y del respeto a todas las opiniones y costumbres, a suplicar ante su majestad que consienta una leve modificación en la ley propuesta (el espanto encoge el rostro de Tyron), eso sí, a cambio, el acuerdo habrá de ser completo, todos los ediles deberán aprobar la propuesta del Rey. -Ahora los mira, desde muy cerca.

-¡Qué se ha de modificar, pues! -exclama el Rey, retorciéndose la punta de la barba.

-Solo un breve añadido, majestad, solo tres palabras. Los padres estarán obligados, so pena de destierro, a procurar la asistencia a la escuela de los hijos que lo pidan. Dejemos elegir a los niños, dejémosles saborear la libertad desde bien jóvenes.

Los ediles interesados en que todo siguiera igual enseguida vieron la solución en esas tres palabras, del resto ya se encargaría la autoridad paterna? y asintieron con gestos ostensibles; los favorables a la inicial propuesta del Rey, se conformaban con el cambio, al menos, es un avance; la modificación le parecía, al príncipe Jacobo, suficiente para convencer a Leila de que no se trataba de una ley contra los devotos de la diosa Nula, y, por tanto, que sería posible mantener la paz en el reino igual que la había conseguido entre los ediles; todos prorrumpieron en un aplauso. El Rey luchó en silencio contra su desánimo.

La ley fue aprobada por aclamación.

Desde el ágora, heraldos a caballo partieron hacia todos los rincones del reino para anunciarla.

[CONTINUARÁ]