Cerca del bosque donde se había recogido Jacobo con sus pensamientos, estaba la escuela, ahora cerrada y muda. Un silencio triste, largo y hondo, prolongado desde mediada la mañana, surgido inesperadamente en mitad del bullicio alegre de los discípulos durante la pausa para descansar jugando.

La rama casi horizontal del ficus no fue capaz de sostener por mucho rato el peso de Mois. Se tronchó con un crujido fatal y premonitorio. El niño se estrelló contra la hierba rala. Sus compañeros, los ojos muy abiertos, corrieron hacia él, pero llegó antes el maestro Ludovico, ya estaba en pie y no era nada; dolorcillo al andar, quizá el tobillo o acaso el susto y por eso, para tranquilizarlo, el maestro le tendió la mano. El niño levanta un poco su brazo y se queda parado, rígido, el dolor arranca lágrimas. El hombro, es el hombro, advierte Ludovico. Lo toma en brazos para llevarlo al interior de la escuela, los siguen, los rodean los críos entre un murmullo asustado. Tendido sobre una mesa de madera de pino, le examina el hombro por encima de la ropa, al simple roce el niño se estremece de dolor; lo vuelve de espaldas, duda el maestro antes de desatar la túnica que lo cubre desde el cuello a los tobillos, apurado desata el cordel y aparta con cuidado la tupida tela, mira y ve el infierno de la vesania. En las líneas de sangre seca parece escucharse todavía el chasquido de los latigazos, y la piel de la espalda purulenta y macerada horroriza los ojos de Ludovico. No puede seguir mirando, lo tapa, ya no le preocupa el hombro, y lo ayuda a incorporarse. Le pide a los compañeros que vuelvan al prado, y vosotros, Koldo y Ruth, ¡corred a por el físico!; sube a la mesa, y se sienta junto al pequeño.

-¿Quién te ha hecho esto?

Mois solo calla, y llora.

-¿Quién ha sido? -insiste el maestro- Si me lo dices ahora, el físico te podrá curar y pronto no te dolerá la espalda, aunque te pillen tus compañeros y volverás a jugar.

-Pero es que... me tiene que doler -lo dice susurrando, con la cabeza baja.

-¿Por qué?

-Para recordarlo.

-¿Qué tienes que recordar?

-Que soy... desobediente.

-Aaah, eso está mal. Se debe obedecer y honrar al padre?

-¡Y a la madre! -dice Mois, nervioso.

-... y a la madre, sí, se debe obedecer a los dos en todo. Veo que tú has desobedecido y por eso te han castigado -el maestro baja la voz, con tono de normalidad, de confidencia. Contiene el aliento y, de reojo, observa la reacción del niño.

Mois asiente con su cabecita. Ludovico no le ve la cara, solo su cabello negro y el arranque de la nuca, sorprendentemente inmaculada. Escucha como llora. Con un movimiento rápido se baja de la mesa y se pone en cuclillas frente a él, le toma la mano.

-Eh, si no pasa nada. Los padres hacen lo que creen... lo que creen mejor. ¿Dime, por qué te castigaron?, por favor, dímelo.

-No se lo dirá...

-No se lo diré a nadie.

-...no se lo dirá a mi madre.

-Te lo juro, te juro que jamás hablaré con tu madre.

El maestro lo ha dicho poniéndose en pie, la bilis lo yergue como un resorte. Aprieta los puños. No necesita escuchar más. No le importa la causa de aquella atrocidad.

-Por... por venir a la escuela -confiesa el pequeño Mois.

Tras sus palabras, solo silencio triste, largo y hondo.

El príncipe Jacobo aguardó en el bosque el amparo de la noche, noche cerrada cuando llegó a la muralla oeste del palacio; con la espalda sobre el muro de piedras rudas que lo fortificaban contó los pasos en línea recta: uno, dos, tres y cuatro. Protegido por la oscuridad cuarteó la tierra con su espada, la removió con las manos, la apartó a izquierda y derecha y, por fin, pudo ver y desplazar la pesada losa. El hoyo vislumbrado a tres palmos de sus pies daba entrada a una galería subterránea al cabo de la cual se bifurcaba en dos ramales: el de la derecha conducía directamente a los aposentos privados del rey; el de la izquierda, se transformaba en una tortuosa escalera que después de incontables peldaños alcanzaba el punto más alto del palacio: la torre del príncipe. En la noche de los tiempos, se concibió el pasadizo secreto para permitir que el rey, y los suyos, pudieran escapar en caso de grave peligro para sus vidas (el clásico plan B de toda monarquía desde tiempos inmemoriales). La existencia del pasadizo solo la conocía el rey y el príncipe heredero. El secreto se guardaba entre los padres y los hijos que habían de sucederse en el trono. A Jacobo le pareció que estaba justificado utilizarlo; ésta era una situación límite para el reino.

Lo recorrió con la espalda corvada, la cabeza casi agachada y, varias veces, al borde del vómito causado por el hedor a humedad pútrida y centenaria.

Ya en la torre, se cambió las botas, el tiempo, que volaba en su mente, le hizo renunciar a desprenderse del atuendo maloliente y del baño que exigía su alcurnia. Temía, además, cualquier ruido que pudiera alertar a la servidumbre de su presencia en palacio.

Abrió con sigilo el arcón donde guardaba su tesoro personal (herencia de la madre y regalos de los nobles). Y sin pensarlo ni un instante -lo había meditado largamente en el bosque- tomó veinte monedas de plata? -ahora detuvo su mano dudando- y una de oro.

Recorrió la tenebrosa galería en sentido inverso, y voló sobre su corcel en busca de los titiriteros. En Rocidente, los habitantes dormían temprano.

[CONTINUARÁ]