Lejos del palacio, en la falda de una loma adornada por centenares de olivos, estaba la escuela. Un edificio alargado de adobe con el tejado a dos aguas y la cuatro fachadas pintadas con los colores del arcoíris. Entre la clase de música y la de gramática, Ludovico, el maestro, había concedido un descanso y los chiquillos lo disfrutaban con juegos improvisados. Corrían entre los árboles, otros utilizaba los desniveles del terreno para saltar o deslizarse aprovechando las briznas de hierba fresca. unos pocos cantaban a la sombra de un olmo viejo. Los más revoltosos se perseguían como locos, incluso a ciegas, con cintas tapándoles los ojos. A éstos quiso burlar, Mois, un hermoso niño de tez morena, de unos once años; era su segundo día en la escuela. Le gustaba el juego más que a ninguno, pero esa mañana no quería ser alcanzado, no quería que alguna mano traviesa y certera le rozara la espalda. Se encaramó astuto en la rama casi horizontal de un ficus de grueso tronco.

- Aquí no me pillan, se dijo sonriendo.

Para el príncipe Jacobo la mañana no era tan idílica. Del palacio ya había partido muy acalorado.

Aunque en Rocidente gozaban la mayor parte del día de una temperatura tibia, ahora el sol estaba en lo más alto apuntándole a su cabeza. Había cabalgado sin respiro casi legua y media, el último tramo todo el rato cuesta arriba. Leila, la sacerdotisa de los nulistas, tenía su morada en el altiplano; todavía un poco más arriba, en la cumbre de la gran montaña, se erigía el templo. Era lo normal entre los seguidores de Nula, construían sus moradas en los parajes altos para vivir más cerca de su Diosa.

La serenísima Sacerdotisa, cabeza sin pelo, ojos y labios pintados con el pigmento de la zarzamora, y túnica parda, estaba postrada, rezando. Se sorprendió cuando su acólito le anunció la visita del Príncipe y más aún cuando conoció el motivo, pues, con un punto de malicia o tal vez de inteligencia, fingió no tener noticia de la acometida a los titiriteros que, con mucho detalle y rostro serio, le estaba contando Jacobo.

La Sacerdotisa, raro en ella, se enojó (¿cómo alguien se atreve a convertir a la Diosa Nula, ¡alabada sea!, en un soez muñeco de feria?) al escuchar la intención del Rey de imponer a los agresores el castigo previsto en la ley:

-Imposible aceptar ningún castigo. ¡Jamás! La culpa fue de los titiri? qué?, como se llamen esas gentes, la culpa es de los infieles, de los lugareños.

Leila continuó explicándole que las normas de su religión obligaban a los buenos nulistas a combatir, por su cuenta, la blasfemia allí donde se manifestara. Y que si en esta ocasión los hermanos se habían excedido un poco (aunque consideraba que no), ella, en atención a su majestad el rey Tyron VI, se encargaría de imponerles la penitencia adecuada. Al responderle Jacobo que eso no era posible, que las leyes de reino no lo permitían, la Sacerdotisa objetó que por encima de las leyes de mujeres y hombres estaban las leyes de la única Diosa verdadera. Y al replicarle Jacobo que en Rocidente, no, que en Rocidente nadie debía estar por encima de la ley; Leila, negando suavemente con la cabeza, dijo:

-Pues si llegáis a ofender a nuestros hermanos con ese castigo impío o con vuestras leyes, yo no podré impedir que corra la sangre. El nulismo es un credo pacífico, solo aspiramos a vivir conforme a la palabra de la Diosa, ¡alabada sea!; pero como en toda comunidad, en la vuestra también, siempre hay grupos que?

¡Diantre, y yo pensando que Leila era persona sensata y de paz!, se dijo, para sí, el Príncipe.

A Jacobo se le secó la boca, aterrado con la amenazadora imagen de la turbamulta enloquecida, el cling cling cling siniestro y monótono del acero contra el acero, los cuerpos decapitados. Se reafirmó en su idea: un acuerdo. La convivencia, la tolerancia, la paz, ante todo. ¡Debía conseguirlo, y ya!, en aquel mismo momento. Era momento de buenas palabras, sentido común y mucho tacto. A ello se entregó tras recuperar algo de saliva, y tragarla: propuso rebajar el periodo de encierro. En lugar de los ocho días, tal vez seis, incluso cinco. No entraremos en vuestras mazmorras; ofreció castigar únicamente al cabecilla de los agresores. No lo aceptarán sus hermanos; sugirió sustituir la prisión por el triple de monedas, en vez de diez pagarían treinta monedas de bronce, y todo resuelto. No podrán reunir tantas monedas. No. No. No. Era la respuesta invariable de la Sacerdotisa. Se resistía Jacobo a darse por vencido. Continuó la disputa. Pero los fieles a vuestra Diosa deben cumplir las leyes de esta tierra, son vuestras mercedes quienes han decidido establecerse en este reino. También los súbditos de vuestra alteza han respetar nuestras costumbres basadas en la voluntad y en la palabra divina. Pero sucede que los nativos de Rocidente no impiden a los nulistas practicar su religión, sus ritos, incluso sus extrañ?, sus costumbres; mi padre, el Rey, os permitió la construcción del templo, no cuestionó que los varones ni siquiera puedan salir a la calle sin el permiso de las mujeres de su familia, permitió a los nulistas andar por el reino enmascarados cual si fueran forajidos y esconder dagas entre sus ropas y hizo como si no conociera los castigos crueles que practican vuestras gentes y consintió la extraña costumbre de prohibir a los niños acudir a la escuela y? ¿Y qué? -intervino Leila, harta de escuchar- ¿Acaso no os vanagloriáis a los cuatro vientos de que el vuestro es un reino libre? Pues dejadnos ejercer esa libertad que tanto adoráis, y acostumbraos a respetar a la Diosa Nula. ¡Alabada sea!

-Eso hacemos, serenísima Sacerdotisa. En Rocidente se respetan a todos los dioses -respondió el Príncipe ocultando un atisbo de orgullo.

-Ése es vuestro mayor pecado, la más grande ofensa. Solo se debe respetar a una Diosa, a la única verdadera.

-Por favor serenísima -insistía Jacobo, joven de infinita paciencia-, considérelo con más amplia mirada, los guiñoles y la palabras a nadie quieren ofender, son simples chanzas, juegos para el pueblo, arte incluso según muchos eruditos.

-No -remató la Sacerdotisa-. Son blasfemias.

-Me lo ponéis muy complicado, Serenísima. Debéis conocer que el Consejo Real propone desterrar inmediatamente a vuestros hermanos, los agresores confesos. Mi padre, el Rey, se resiste, y yo también pero? -el Príncipe arqueó las cejas.

Leila acusó el golpe, aunque como buena predicadora reaccionó al punto:

-¿Expulsarlos del reino? ¡No os atreveréis! Tal castigo sería una injusticia porque no está previsto para un simple caso de acometimiento entre varones. Invocaremos vuestra propia ley, y pediremos amparo ante la Asamblea. Reclamaremos los derechos que nos concede el Códice de Rocidente, y el castigo será revocado.

Difícil razonar con aquella mujer siempre convencida de su verdad. Jacobo se vio ya montado en su corcel. Sentía el impulso de ponerse en pie -hablaban sentados en el suelo, sobre una estera- y marcharse de aquel muladar. Mi padre tiene razón. Que se cumpla la ley, así ha sido siempre. Se contuvo; una vez más conciliador, persuasivo? y al cabo, consiguió que la Sacerdotisa (pánico sentía, aunque bien disimulado, al pensar en el destierro) consintiera en una sanción limitada al pago de tres monedas de bronce, menos de la mitad de lo dispuesto en la sentencia del Rey, y, además, y por supuesto, un muy contundente sermón a sus fieles, para que trifulcas como la acaecida en la plaza no se repitan; eso sí, a cambio de contar con un plazo generoso para conseguir el dinero, y de que, en lo sucesivo, se eviten los espectáculos blasfemos, pues nuestros hermanos -sentenció con beatífica expresión- son gente de paz y no quieren problemas.

«Problemas» era la palabra que rebotó una y otra vez en el cráneo de Jacobo mientras galopaba no sabía a dónde, al palacio no quería regresar todavía (ni a las callejas de la aldea, no le gustaba pasearse por ellas con el atuendo de príncipe). Los feriantes también constituían un serio problema. Treinta monedas exigen treinta nada menos Señor bendito para perdonar a sus agresores y pedirle a mi padre que no aplique la sentencia y la Serenísima me ofrece tres monedas y a plazos ¡qué locura! ni Merlín con sus poderes mágicos podría avenir a quienes piden treinta con los que ofrecen tres.

Se internó en un bosque frondoso barrido por una brisa salada, soplaba de poniente anunciando la llegada de la tarde y meciendo la cabellera rubia del Príncipe, bajo la cual revoloteaba la idea del fracaso. Sentado sobre la tierra parda, apoyado en un tronco de pino, pensó que todo aquello era un despropósito, el origen del incidente, ¡un títere con la cara de una Diosa!, el riesgo de revueltas, la intransigente postura de Leila, la avaricia de los titiriteros. Insatisfecho de su trato con la Sacerdotisa dudaba de si lo más correcto era dejar hacer a su padre. Asaltado una vez más por la temida imagen de un motín nulista frente a las mazmorras de palacio, la represión violenta de la Guardia Real, la severidad del Rey, optó por la prudencia. Demasiado riesgo, pensó. Quizás más adelante?

[CONTINUARÁ]