Sucedió por vez primera hace muchos, muchos años, en un lejano y próspero reino llamado Rocidente.

Como era su costumbre al caer la tarde, el príncipe Jacobo jugaba al ajedrez. Su rey estaba en peligro: la dama negra lo atacaba desde el centro del tablero. Con el índice y el pulgar de la mano derecha tomó la pieza por la corona para retrasarla un escaque, un movimiento puramente defensivo. Claro que había otra alternativa. Por un instante sopesó desencadenar un rápido contraataque con su caballo, y ganar la partida. Pero optó por la prudencia. Jacobo pese a sus veinticinco años era hombre cauteloso. Demasiado riesgo, pensó. Quizás más adelante? Tras soltar la pieza se puso en pie, esperaría la siguiente jugada de su oponente contemplando el paisaje.

Desde la ventana de la torre del palacio podía verse la hermosa pradera que lo rodeaba. A esa hora, en la lejanía, el verde fértil de los campos tornaba a un rosa suave y fresco, y un poco más allá se dibujaban los tejados de las casas bajas donde moraban tranquilos los habitantes de Rocidente, el reino que un día heredaría de su padre.

Sonaron tres acordes de trompeta. Anunciaban la presencia del rey Tyron VI. El escudero de Jacobo, todavía absorto en su jugada, se levantó como un autómata dispuesto a la reverencia y al mutis por el foro. El Príncipe dio media vuelta y cuatro zancadas para recibir a su majestad en el centro de la gran sala. Se acomodaron frente a la ventana.

-¡Otra reyerta en la plaza del mercado! -dijo el Rey enrojecido por la ira- Estas cosas acabarán en una revuelta de nuestro pueblo.

-¿A qué se ha debido?

-Todavía no lo sé. Solo he hablado con el heraldo. Ahora, voy a bajar a la sala del trono, espero al Alguacil Mayor. Él me informará, y mañana, después del canto del gallo, celebraremos Consejo. Pero ya verás como en la trifulca están los nulistas por medio.

-¿Por qué les echas a ellos siempre la culpa? -dijo el Príncipe, disimulando el reproche que encerraba la pregunta.

-Porque no respetan la leyes del reino.

-Paciencia con ellos, padre.

-¿Me acompañas? -dijo el Rey a modo de petición.

-No. Daré un paseo por la plaza, prefiero enterarme de lo ocurrido oyendo a la gente. Si ha sido grave todos hablarán del asunto -dijo Jacobo esperando a que su padre se pusiera en pie. Mientras se incorporaba, el Rey miró de reojo al tablero con las piezas blancas y negras enfrentadas.

-¿Cómo te ha ido esta mañana en el adiestramiento de lucha cuerpo a cuerpo?

-Mmm, no he podido acudir. Me coincidía con unas lecturas de historia de otros pueblos que llevo muy atrasadas -contestó Jacobo.

-Descuidas demasiado tu preparación en las artes de la guerra.

-Tranquilo padre. Se gobierna con la cabeza.

Ambos cruzaron el umbral de la puerta de doble hoja, el Rey siempre dos pasos por delante. Cuando puso el pie en el primer peldaño de la larga escalinata, le advirtió:

-Ah, hijo, por ventura, la partida que estas jugando, no la termines. La tienes perdida.

El avance gris oscuro de las sombras había vaciado la plaza. Probó suerte en una taberna a través de cuya puerta, entreabierta, se oía música y un alegre jolgorio. Entró. Jacobo iba disfrazado de comerciante, como llegado de las lejanas tierras del Este. El cabello rubio se lo envolvía con un pañuelo azul, y un parche negro le cubría el ojo derecho. En el zurrón, paños exóticos y sedas de la India. Un maestro del disimulo. Lo practicaba con frecuencia, se mezclaba entre el pueblo para escucharlo. Pensaba que la gente suelta más la boca entre sus iguales, y más todavía si sus iguales son extranjeros.

Poco tiempo le llevó enterarse de lo sucedido. Era la comidilla del día, en medio de las risotadas y del entrechocar de jarras rebosantes de cerveza, los parroquianos hablaban a gritos de la gresca, empujones, insultos, algún que otro palo y gente huyendo a la carrera. No estaba claro si alguien acabó descalabrado, pero nadie había llegado a blandir una espada. Aquello, pensó, no podía alterar la paz del reino

Para conocer detalles se fue a sentar a una mesa ocupada por un hombre flaco de ojos hundidos; su jarra de vino estaba todavía a medias y ya había dado cuenta de todas las viandas. Estaría sereno. Acertó. El flaco, un curtidor con puesto fijo en el mercado, lo había visto casi todo, aunque lo narraba con desgana. Le contó que los pobres titiriteros estaban interpretando tranquilamente su función, y uno de los muñecos que asomaba por el escenario representaba, al parecer, la imagen de una diosa de esas raras, y los otros muñecos muy revoltosos, ellos, le daban una somanta de palos.

-¿Una diosa? -preguntó el príncipe Jacobo-, ¿cuál?

-Pues, esta?, la diosa esta de los nulistas. Pero no le puedo hablar mucho de los dioses. Debe saber vuestra merced que en estas tierras no somos muy creyentes. Así que yo de los nulistas?, bueno sí, sé que las que mandan son las mujeres, y que obligan a sus hombres a vestir todos igual, cubiertos de arriba abajo con ropas negras. -El hombre flaco se echó a reír al contarlo.

Jacobo sabía perfectamente que los seguidores de la Diosa Nula eran un pueblo con firmes creencias y algo, en realidad bastante, atrasado en sus costumbres, algunas todavía más extrañas que las señaladas (entre asombrado y divertido) por el curtidor. Procedían los nulistas de las tierras pobres del sur. Adoraban a su Diosa, cuya palabra divina era norma de cumplimiento obligado. Y en los últimos tiempos, primero unas pocas familias y después grupos cada vez más numerosos, acudían a Rocidente atraídos por la abundancia de alimentos y de tierra fértil; también los había que llegaban huyendo de la violencia perpetua arraigada en su lugar de origen.

-¿Y qué pasó? -volvió a la carga el Príncipe.

-¡Pues nada! -exclamó el otro, con gesto serio- Que a mitad de la función apareció en la plaza un grupo de nulistas enmascarados, nueve o diez serían, y empezaron a tirar piedras como locos a los muñecos. De detrás del escenario salió un titiritero, un hombre viejo, pidiendo un poco de calma, sí con buenas palabras, y quiso explicar que todo era una broma, un divertimento para solaz de las gentes. ¡Una «broma»!, qué has dicho Satanás, una «broma» con nuestra Diosa, gritó el cabecilla de los enmascarados. Y sin más palabras cambiaron las piedras por los palos, rompieron los muñecos uno a uno, sin dejar de gritar, los titiriteros escaparon a la carrera, y los nulistas destrozaron con saña, golpe a golpe, pisotón a pisotón, lo poco que quedaba de los títeres y del teatrillo, y lo amontonaron todo para prender una hoguera. Unos jóvenes les hicieron frente, trataron de detener aquella locura, pero tres o cuatro enmascarados echaron mano a sus dagas, y en eso llegaron los alguaciles a poner orden.

-¿Sacaron sus dagas? Me habían dicho que nadie usó armas.

-¡Ya!, pues yo vi el reflejo del sol en el acero? -contestó el hombre flaco.