La tarde se presentaba ideal para la vuelta a los ruedos y al triunfo de Francisco José Palazón. No vamos a repetir el calvario por el que ha pasado estos dos últimos años, pues de sobra conocido es por los lectores de este medio. La tarde podría haber sido la perfecta, incluso la que se merecía por justicia el torero petrerense. Pero en este mundo ya se sabe: el hombre propone, Dios dispone y el toro descompone.

El público sí estuvo a la altura. Quizá no en la entrada, con casi medio aforo cubierto. Pero sí en la sensibilidad. Ovación de tronío al romperse el paseíllo, recibida con parsimonia por el torero. Con el mismo aire impasible con el que recibió al toro que rompía plaza, Jarenero. A la postre, resultó el astado más interesante de un encierro que defraudó por su sosería y mansedumbre.

Fue una prueba importante la de Jarenero, que tenía cierta profundidad en la embestida pero que medía al torero por el pitón derecho. Exigía mucha colocación y mando desde el cite hasta el remate. Por ese lado se empeñó Palazón y extrajo tres tandas desiguales pero con algunos derechazos largos y poderosos, bien rematadas con los de pecho correspondientes. No llegó a acoplarse al natural, sin embargo, salvo en una tanda corta de dos y el de pecho. Alguno de la firma, tal que cual molinete y los ayudados finales preludiaron media estocada trasera y tendida, pero eficaz, que llevó a sus manos una merecida oreja. Prueba superada, y con nota. Debe ser el principio. Con toda su humanidad a cuestas.

Cuesta abajo

El cuarto, Rastrero, apenas se prestó a una larga de rodillas, un recibo por verónicas airoso, un quite desigual y una saludo con la pañosa muy torero, sacándoselo al tercio con verdadero ritmo y buen trazo. Luego llegó la nada, con el toro más parado que un tranvía fuera de servicio. Se le apuntó algún natural suelto, pero era imposible nada más. Se atascó con el descabello tras cobrar un buen volapié. Saludó la penúltima cariñosa ovación de su gente.

Paco Ureña disfrutó del otro toro colaborador del sexteto. Fue su primero, Tentador, de muy buena condición, pero con escasísimo fuelle, lo que deslució mucho la labor del lorquino.

Lo recibió con un ramillete de verónicas de buen aire y, tras brindar a Palazón, se puso a torear al natural desde el comienzo. La primera tanda salió algo intermitente, pero poco a poco se fue asentando hasta asumir su apostura típica ante los astados: firme de zapatillas, ofreciendo el medio pecho, bamboleando los vuelos para citar y bajando mucho la mano. Lo que muchos cantan como pureza, y que cuando se pasa de pose se convierte en manierismo. Es decir, en exageración. Y la hubo por momentos, por la falta de empuje del toro.

Aun así, cierto es que surgieron algunos naturales largos y templados. Pero el viaje del astado, muy noble, era tan desangelado que aquello no pudo coger el vuelo que parecía pretender el torero. Se empeñó en unos circulares de pecho y, tras coger la espada de acero, le enjaretó dos naturales y uno de pecho que fueron lo más logrado de todo el trasteo. Le recetó una estocada algo ladeada muy eficaz, y se le concedió una oreja con petición de otra, que habría resultado exagerada.

Niñato, el quinto, fue otro mansurrón sin gracia ninguna, que pasaba por los engaños como si tal cosa. Lo mejor, a la postre, resultó el quite por gaoneras previo al tercio de banderillas. La diana floreada que sonó antes del brindis fue el preludio del desafinado comportamiento de la res. Comienzo por estaturarios, para luego esbozar dos tandas de derechazos a media altura con el toro saliendo del muletazo como si aquello no fuera con él. Y es que no iba. Otra vez al final surgió una tanda corta, esta vez por la derecha, con algo de contenido. También desafinaron los aceros.

Muy animoso se mostró Román desde que se abrió de capa al tercero, Solamito. A buen seguro que no esperaba dos enemigos tan cortos de raza y desaboridos. A Solamito lo recibió con la franela con una tanda de rodillas improvisada por el arreón del animal cuando se dirigía a brindar a Palazón. Fue lo más emocionante. Luego aquello se quedó en un ir y venir del toro sin ningún celo, y un pegapasismo sin casi contenido. Los rodillazos y bernardinas finales no mejoraron el nivel. Como tampoco el juego de Malaspulgas, que cerraba plaza, a pesar de que derribó espectacularmente en el único puyazo que recibió. Otra embestida sin sustancia, con la cara por encima del estaquillador, sin celo ni codicia ninguna. Además, le tocó mucho la muleta en el trasteo por ambas manos. Qué aburrido es este espectáculo cuando el toro no transmite la más mínima emoción.

Además, pesó en la tarde que los toreros se mostraran demasiado insistentes ante tanta sosería. Hasta cinco avisos sonaron, lo que no deja de ser demasiada música fuera de tono. Vale.