Fue una madrugada de raro insomnio, nervios, sensación de susto. Por la mañana, a trabajar delante del ordenador ultimando mi próxima conferencia sobre la figura del pintor José Pérezgil que daré el próximo 18 de junio en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés, el lugar donde, precisamente, hablé por última vez con Antonio Vivo el martes pasado cuando la presentación de un libro de Luis Miguel Sánchez.

Al mediodía me encamino hacia San Vicente del Raspeig para asistir a la entrega de la medalla de oro del municipio, concedida por unanimidad del consistorio y a título póstumo a Luisa Pastor, alcaldesa que fuera del mismo y presidenta de la Diputación.

Cuando llego a casa me entero por INFORMACIÓN de la noticia. Mazazo impresionante, incredulidad. Menos de una semana en que habíamos hablado, como siempre con rotunda sinceridad, de cuestiones de actualidad como la detención de Eduardo Zaplana, al que él siempre manifestó su gratitud por haber hecho posible, desde la presidencia de la Generalitat, la rehabilitación de una iglesia de Santa María que se caía a pedazos entre la desidia general.

También comentamos la próxima convocatoria electoral para elegir presidente de la Junta Mayor de Hermandades y Cofradías para lo que tenía, como siempre, las ideas muy claras. Y siguió dándome sus opiniones sobre los curas de misa y olla incapaces de sacar un doctorado en Roma pero que volaban alto.

Yo era amigo, muy amigo de Antonio Vivo como lo demuestra la claridad con la que me hablaba. Y tenía muchos detractores; y sufrió destierro; y no llegó más allá de una tardía prelatura de honor de Benedicto XVI porque no se doblegaba al poder establecido.

En estas líneas improvisadas no puedo más que recordar algunas vivencias como cuando me pidió que le presentara en el Salón Imperio del Casino su libro sobre las intervenciones del obispo Pablo Barrachina en el Concilio Vaticano II. ¡Madre mía! le espeté. Vaya compromiso. Pero me dediqué a hablar con él del tema y su protagonista, rescatando una anécdota impagable que conté aquel 25 de enero de 2011.

Se presenta Antonio Vivo en Roma con una credencial al cuello como enviado especial del diario INFORMACIÓN. Cámara en ristre, el día en que se inauguraban las sesiones ve bajar de un automóvil al cardenal Alfredo Ottaviani, secretario del Santo Oficio que se movía con dificultad apoyado en un bastón. Entonces, acude presto, lo agarra de un brazo y lo acompaña hasta la misma puerta de San Pedro. Ve cómo nadie le niega el paso y de repente se encuentra caminando por el pasillo central de la basílica mientras observa que monseñor Barrachina, atónito, se golpea la palma de la mano sobre su mejilla, haciéndole ver qué cara tenía. Acabó aposentado en una especie de escabel bajo el mismísimo baldaquino, a apenas tres metros de Juan XXIII.

Secretario y familiar de este obispo, al que guardó una gran fidelidad hasta el último momento, comprobó cómo los curas postconciliares, casi todos luego secularizados, removieron, nunca mejor dicho, Roma con Santiago, para evitar que Pablo Barrachina fuera confirmado por Pablo VI arzobispo de Sevilla como ya le habían adelantado desde la Santa Sede. Y lo consiguieron.

Leo la dedicatoria del libro y con rubor no quiero reproducir lo que me dijo. Incluso, cuando luchó primero para que Santa María fuera colegiata, me ofreció ser canónigo de la misma, cosa que yo pensaba era exclusiva de los eclesiásticos. Más adelante me pidió que aportara mi testimonio y el nombre del Instituto Juan Gil-Albert que dirigía para que fuera nombrada basílica menor lo que sí consiguió.

Organizó un encuentro fraterno por la paz con representantes de las tres grandes religiones monoteístas, cristiana, judía y musulmana que le causó no pocos problemas; intervenía como sacerdote tras una boda civil; bautizaba a criaturas hijas de divorciados a las que se les había negado el sacramento en otras parroquias; lo mismo con primocomulgantes en idénticas circunstancias.

Y claro, su verso suelto y libre le valió muchos desencuentros y no pocas enemistades por su actitud y porque no dudaba en condenar mediocridades.

Nacido en 1929, tenía un aspecto jovial y ha muerto como los justos, sin darse cuenta. Hasta el último momento fue un activo seguidor de las redes sociales -en Facebook teníamos 157 amigos en común- y recuerdo cómo acudió a la inauguración de la Feria del Libro y allí bendijo, casi por lo bajini, las instalaciones y repartió hasta la última de sus estampas de la Medalla Milagrosa en la caseta del Gil-Albert.

Y en la última homilía que le escuché, cuando la misa de corpore insepulto del decano de los periodistas Isidro Vidal, hizo un repaso de la vieja redacción de INFORMACIÓN, recordando a Félix Morales, los hermanos Martínez Aguirre, Pepe Sanz, González Pomata, Arjones... De esta casa admiraba mucho a Paco Esquivel al que recordaba cuando, llegado muy joven de su Sevilla natal, se ubicó en la Casa Sacerdotal.

En fin, recuerdos apresurados de un hombre grande y por ello controvertido, querido por muchos y popular en grado sumo hasta el punto de que sus admiradores fletaron un autobús para escuchar en la Universidad la lectura de su tesis doctoral que fue jaleada con una insólita ovación.

Ese era mi amigo Antonio Vivo con el que tantas mesas compartí en mi casa de San Juan, en Campello, Alicante y Orihuela. Descanse en la paz que merece y ansió desde unas posturas de una iglesia cercana, cordial y abierta a todos.