Detrás de todo acto público hay personas anónimas que cuidan los detalles. No reciben aplausos, pero gracias a ellos los micrófonos funcionan, el ordenador portátil arranca, el sonido es el adecuado, la proyección de un audiovisual entra en el momento previsto, la luz sube o baja y el contratiempo es resuelto con rapidez.

Carlos López ha sido determinante en el IAC Juan Gil-Albert para que esos detalles ensalzaran los actos. Desde su puesto de recepción además, el suyo ha sido el primer saludo a quienes han traspasado el umbral de la puerta de entrada a la Casa Bardín por las tardes. Un saludo de bienvenida: exquisito, servicial, atento.

El pasado 18 de mayo, tras la celebración del Día Internacional de los Museos, él mismo se encargó de cerrar la puerta de la sede, cerca de la medianoche. No podía imaginar entonces -no podía imaginarlo nadie- que esa vuelta de llave simbolizaba algo terrible: su despedida definitiva. La mañana siguiente, sábado de descanso, le llegó con una fea sorpresa: un derrame cerebral que acabó con su vida a los 49 años.

Llegó al Gil-Albert hace dos años, y aunque su formación y experiencia era mayor como diseñador gráfico, donde firmaba como Carlos Minguela haciendo valer su segundo apellido, opositó a una plaza de características distintas. No le importaba: su versatilidad e implicación era destacable, advertida muy pronto por ese público que acude a exposiciones, debates, conciertos, o a buscar un libro. Disfrutaba trabajando para la cultura, no sólo preparando la logística de las actividades sino atendiendo consultas, informando sobre la programación.

Hoy lloramos su muerte desconcertados. La lloramos todo el equipo de personas del Gil-Albert; la llora esa comunidad cultural que recibía su saludo, su bienvenida cortés y acogedora cada vez que se entraba en la Casa Bardín.