Termina una vida, la de Don Gregorio Sánchez Fernández, tan abracadabrante, extraña y magnéticamente simpática como cualquiera de sus mejores chistes. Porque, ¿quién se iba a imaginar que un malagueño sexagenario que había sido palmero y cantaor, que había vivido en Japón por cosas del flamenco sería la gran estrella televisiva de los coloridos años 90 españoles? Pero lo fue: nadie que viera aquellas seminales entregas de Genio y Figura, el programa presentado por Bertín Osborne y Pepe Carrol, podrá olvidar cómo irrumpió en nuestras vidas aquel señor con camisas de lunares, movimientos estrambóticos, chistes más o menos anodinos pero vestidos asombrosamente... Y, sobre todo, generador de expresiones, hoy, más de veinte años después, en pleno uso: fistro sexual, diodeno, pecador de la pradera y torpedo, entre muchas otras. Por no hablar de gregorías como «trabajas menos que el fotógrafo del BOE», «Tiene la nariz tan grande que estornuda y se apuñala» o «Eres más lento que un accidente entre caracoles». Perlas de humor, sí, pero también más allá de la gracia y la carcajada: imaginación pura, de la que sólo surge del más lógico de los absurdos. Reducir su arte al concepto de chiste sería como decir que Groucho Marx era un tipo gracioso.

A los 8 años, este hijo de electricista sevillano y vecino de la Trinidad, sí, de La Calzada de La Trinidad, ya empezó a patearse un buen puñado de tablaos y de tugurios flamencos con el grupo artístico de singular nombre, Los Capullitos Malagueños; con 12 iba de pueblo en pueblo cantando los temas del momento para sacarse unas pesetas para la familia. Porque decir que sus orígenes y su infancia fue humilde sería el más cruel de los eufemismos; lo que vivió este hombre fue una existencia de miseria como pocas: «Cantaba que era un fenómeno pero comía muy malamente», aseguraba.

Pronto empezó a contar chistes y hacer todo tipo de locuras entre actuaciones para que el público no se aburriera. Unas singulares rutinas que llevó hasta Japón, donde vivió dos años. Cuentan que una vez en Tokio una rata salió al escenario, y que el cantaor Chiquito, así como quien no quiere la cosa, se puso a charlar con ella en español y japonés.

En los años 90, Tomás Summers vio a un señor de sesenta y pocos con camisa de lunares imposibles en plena actuación en Torremolinos: a este bicho había que traérselo a Madrid. El bicho no tenía muchas ganas de volar en avión (les tenía pánico desde su viaje a Tokio) así que fue en tren. Estaba ya muy mayor para que le dijeran lo que tenía que hacer. Y ahí empezó Genio y Figura, y con aquel malagueño de movimientos raros, entre Michael Jackson y un lumbago eterno, el big bang de mucho humor que se practica ahora mismo en nuestro país (hola, chanantes; hola, Venga Monjas) y todo un fenómeno social de proporciones estratosféricas. Llegó a lo más alto, hasta cambiar la forma de hablar de muchos. Don Gregorio se hacía entonces más de 150 galas al año, y, claro, llegó el dinero. Mucho. ¿Qué pensaría el Gregorio niño, que vivió en «una casa cargada de ratas»?

Siempre a su lado, Josefa, Pepita. En una entrevista Chiquito recordó: «La conocí en Córdoba mientras trabajaba en el circo. Cuando vi a esa mujer en primera fila me dije: ¡Hasta luego, Lucas! Ésta ya no se me va». Y así fue. No tuvieron hijos (Pepita sufrió tres abortos), aunque consideraron como tal al mánager del humorista, Arturo del Piñal.

Pepita falleció hace cinco años, a su lado, como siempre. Se murió de repente. Llevaban más de cinco décadas juntos. Tanto le impactó a Chiquito la muerte que perdió la memoria, olvidó hasta su número de teléfono.

Los familiares intentaron convencerle de que se fuera a vivir con ellos, pero él prefirió quedarse en su casa, rodeado de los recuerdos de Pepita y de su vida en común. Han sido cinco años de coda, de epílogo, más que de existencia, que seguro se le habrán hecho eternos. Descanse, maestro, y nuestros saludos a Pepita. Nosotros seguiremos aquí riéndonos como usted nos enseñó: sin más límites que el del absurdo y la imaginación.