La genética no fue precisamente espléndida conmigo para predisponerme al apareamiento. Mi rostro no posee esas facciones que encandilan a las mujeres; mi estatura no alcanza la talla suficiente para impresionarlas y mi complexión jamás logrará despertar en ellas ningún deseo sexual irreprimible. Tampoco la naturaleza me dotó de ningún atractivo que haya suscitado en ocasión alguna la curiosidad del género femenino.

Y sin embargo, soy un hombre afortunado en el amor, tanto en cantidad como en calidad. Dispongo de pocos recursos, pero convenientemente aprovechados: una moderada inteligencia, una correcta educación, un carácter empático, una disposición cariñosa y una notable imaginación han hecho de mí un cotizado compañero allá donde nunca podrá darse un extraordinario amante.

Y deberán creer que ciertamente tales virtudes me adornan. De lo contrario, jamás podrán explicarse que alguien como yo pudiera realizar una reserva para dos personas a nombre de Dan T. y disfrutar de la compañía de alguien tan encantador como Beatriz en un restaurante tan singular y exquisito como el Alighieri.

Resultará irrelevante que les refiera las miradas e insinuaciones que intercambiamos Beatriz y un servidor de ella hasta llegar a aquella primera cita. Son preámbulos comunes a todo cortejo y devienen superfluos para el objeto de esta narración. El único protagonista de esta historia no ha de ser sino el restaurante Alighieri. Así pues, Beatriz y yo no seremos, en adelante, más que meros personajes secundarios (si bien Beatriz merece cualquier papel protagonista allá donde se encuentre).

La excelencia que acredita el Alighieri viene dada no por su impecable servicio ni por su deslumbrante decoración, sino por su selecta cocina. Aquello que la distingue son los siete únicos platos que allí se preparaban. Siete, ni uno más ni uno menos. Siete, el número cabalístico. Y sobre todo, siete: los siete pecados capitales.

Envidia, soberbia, pereza, junto con las otras faltas mortales, eran las denominaciones de otros tantos yantares que se sucedían en las cartas que muy atentamente nos había entregado Virgilio.

Virgilio era el camarero, un profesional en consonancia con la categoría del local. Acaso un tanto antipático por sus solemnes ademanes y su pomposa expresión, pero de intachable oficio en cualquier caso.

Y con tales pros y contras nos informó, para sorpresa de Beatriz y satisfacción mía, de la peculiar especialidad del local: la ingestión de cada plato despertaba en el comensal las pecaminosas conductas que su nombre indicaba.

Tras deslizar la mirada por las páginas plastificadas, un arqueo de cejas de Beatriz me invitó a tomar la iniciativa.

-¿Qué tal la envidia? -me aventuré a preguntar al hierático camarero.

-Es un plato, caballero -respondió con gran flema- idóneo para ustedes, si es que deciden pedir lo mismo, ya que aconsejamos servirlo a todos los comensales de la mesa. En caso contrario, quien lo toma siente un acusado descontento con su elección y una enorme apetencia de las elecciones ajenas.

Beatriz compuso un gesto de desaprobación.

-No, mejor otra cosa. ¿Qué tal éste? -dijo, señalando el siguiente plato de la carta.

-¿Soberbia? Formidable, sin duda. Sin embargo, acostumbra a desencadenar en la gente una satisfacción desmedida hacia su propia persona, con menosprecio de las demás.

Acudí en busca de otra opción.

-La ira es exquisita -afirmó Virgilio-. Aunque si me permiten la confidencia, la casa todavía no ha recibido ninguna opinión favorable. Como es de suponer, quienes la han degustado se han mostrado injustamente críticos.

El desagrado de Beatriz coincidió con el mío. Nuestra intención era compartir una velada entrañable, que no visceral, de manera que probé suerte en la siguiente entrada: la avaricia.

-Es muy buena elección, monsieur. Pero por razones obvias, es norma de la casa que este plato se abone por adelantado.

-¿Y la gula, qué tal? -terció ella.

-Nuestra recomendación más sincera, sin duda. Nuestro plato estrella. un auténtico caprice de dieux, una...

Ante semejante avalancha de parabienes sospeché que el desaforado apetito que conlleva la gula debía de ser, impepinablemente, el más conveniente y ventajoso para las finanzas del Alighieri.

Asimismo, descartamos la pereza por ser un yantar pesado, y quién sabe si con efectos somníferos. Y eso sí que no. Hay sueños que conviene disfrutarlos despiertos.

La séptima alternativa nos aguardaba allí, al final de la carta.

-¿Y de la lujuria, qué nos dice? -pregunté, con la certeza de haber dado en el blanco. O mejor dicho, en el plato.

-Es la opción más solicitada -repuso Virgilio con el tono monocorde de quien está cansado de interpretar la misma comedia-. Casi diría que se trata del único plato que se escoge en encuentros como el que ustedes mantienen, si me permiten el atrevimiento.

Dirigí una mirada a modo de consulta a Beatriz, quien me la devolvió embadurnada de lúbrica picardía.

-Dos platos, por favor.

-Con guarnición doble -agregó ella-. Para cada uno.

Ya les advertí de que el protagonista de este relato iba a ser el restaurante Alighieri. Por esa misma razón, y por decoro, omitiré describirles los detalles que salpicaron nuestro afrodisíaco banquete, así como los que empaparon nuestra intimidad en la habitación del hotel que tuvimos que ocupar urgentemente -y que no tuvimos ninguna prisa en abandonar bien entrado el día siguiente-. Una habitación donde, por cierto, nos ganamos el infierno y perdimos el purgatorio, pero conquistamos el cielo.

Sin embargo, sí que puedo darles mi opinión acerca de por qué estos pecados se denominan «capitales».

Lo supe en el momento de abonar la cuenta del Alighieri: cada plato cuesta una auténtica fortuna. Un verdadero capital.