A sus veintisiete años de alternativa, Enrique Ponce sigue escribiendo páginas de oro en la historia del toreo, la última, la del pasado viernes, cuando abrió su cuarta Puerta Grande de Las Ventas, un hecho que le llena de felicidad porque «no hay nada en el mundo como triunfar en Madrid». El valenciano recordó ayer esa histórica tarde del 2 de junio, cuando consiguió descerrajar la puerta de la gloria al cabo de 15 años después de cortar sendas orejas a cada toro de su lote, de la ganadería de Domingo Hernández. «No hay palabras que puedan expresar lo que siente uno en esos momentos. Solo se que el dicho 'de Madrid al cielo' es absolutamente cierto, porque la salida a hombros en esta plaza es única, es lo más cercano que hay a tocar el firmamento con los dedos; con una intensidad, una emoción, una entrega total de la gente... Es algo maravilloso», confiesa Ponce. Pero más allá del triunfo, lo que más le ha «alimentado» al valenciano ha sido «volver» a reencontrarse con Madrid, sentir los olés de su afición y, especialmente, «poder cuajar una tarde completa, llena de sensaciones, de mucha emotividad y con dos toros muy diferentes». El primero de su lote, segundo de corrida, fue un toro para recrearse toreando por el motor y la clase que demostró, y Ponce, que lo vio ya de salida, lo cuajó de principio a fin, tanto con el capote, con el que brilló tanto a la verónica como por chicuelinas, como con la muleta, donde llevó a cabo una obra majestuosa de tanta belleza como sentimiento. «Fue de esas faenas con las que sueñas cuando te anuncias en Madrid. Gracias al ganadero, porque sin su toro no se hubiera podido llevar a cabo y no hubiera podido sentirme tan torero, tan a gusto toreando. Pienso que hubo momentos únicos, con el capote porque me pude expresar como me gusta hacerlo, y qué decir con la muleta. Fue una comunión total», recuerda. Pero más relevante si cabe para él fue la que firmó frente al cuarto, el toro más deslucido de la corrida por sus pocas fuerzas, sus descompuestas acometidas y su falta de clase, al que Ponce fue ahormando poco a poco hasta acabar obrando el milagro de un éxito por el que nadie apostaba.