En 1905, cuando se cumplía el tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, el periodista Ortega Munilla, padre del filósofo Ortega y Gasset y a la sazón director del periódico El Imparcial, encargó a Azorín una serie de artículos y reportajes por tierras manchegas donde persiguiera la estela del eterno personaje de Cervantes. Tras sugerirle el itinerario a seguir, abrió un cajón, sacó un revólver y lo puso en manos del periodista: «No lo extrañe usted, no sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. Y ahí tiene usted ese chisme, por lo que pueda tronar». Aquellas quince crónicas que redactó el periodista alicantino se recogerían después en un breve libro, La ruta de Don Quijote, que es ya un clásico de la literatura viajera del siglo XX. Un clásico que inspiró a Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura en el 2010, cuando leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española: «Es uno de los más hechiceros libros que he leído. Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua».

En el 2015, dentro del cuatricentenario de la segunda parte de la novela cervantina más conocida de todos los tiempos, Julio Llamazares emprendió el mismo camino que Azorín cuando Juan Cruz, de El País, le hiciera una propuesta idéntica deparando así unos escritos que ahora, aprisionados en una exquisita edición, ven la luz bajo el título El viaje de Don Quijote (Alfaguara, 2016).

Se trata pues, El viaje de Don Quijote, de un libro que rastrea la senda quijotesca de Azorín (de hecho, arranca con el capítulo «La partida», de igual modo que el periodista alicantino titulara el suyo), donde las reminiscencias y diferencias nos asaltan. Por eso, si Azorín marchó en tren desde Madrid hasta Argamasilla del Alba, prosiguiendo su recorrido en un carro acompañado por un lugareño, Llamazares lo hace en coche retratando un paisaje y pueblo que ha transmutado, y donde los japoneses se toman fotos en la venta de Don Quijote perplejos como si las posaderas del mismísimo caballero e hidalgo hubieran descansado allí. De este modo, ante una representación que para Azorín sobrepasaría toda ciencia ficción, Llamazares transita por su parte en un mundo cambiante con un Quijote que aparece y desaparece por casi cualquier parte cuando... ¿acaso Don Quijote no fue fruto de la invención de Cervantes?

Tras la pista de Azorín, puesto que el autor de La voluntad se sirvió de la entrevista, la observación y el testimonio para reflejar los pueblos de la Mancha sumidos en la melancolía y las preocupaciones, (discusiones incluidas sobre el legado de Cervantes), Llamazares se mueve por estos mismos parajes donde todo acaba transformado en una especie de mercado del ocio y del entretenimiento en los rincones de Alcázar de San Juan, Puerto Lápice, Campos de Criptana o El Toboso.

«Todos los pueblos presumen hoy, o bien de ser el lugar del que Cervantes no quiso acordarse y en el que viviera aquél, o bien de haber sido el escenario de alguna o varias de sus aventuras, tengan o no base real para ello. En su libro, Cervantes solo cita una docena escasa de lugares, siempre con poca precisión, pese a lo cual son cientos los sitios que se consideran descritos en él y se atribuyen un protagonismo que a veces raya con lo quimérico. Otros, como Puerto Lápice, que sí aparece citado y hasta en tres ocasiones expresamente en el libro, han convertido esa deferencia en su principal activo turístico, pero a base de volverse decorados quijotescos, parques temáticos para contemplación de unos forasteros que los visitan como si fueran pequeñas Disneylandias», escribe Llamazares.

«Hasta Ruidera, la carretera se convierte ya en un camino de monte, rodeado por doquier de lentiscos y carrascas. Pronto aparece, sin embargo, a la derecha de la carretera, la primera de las lagunas que el Guadiana ha formado en su descenso y que le han dado fama al pueblo. Éste aparece también al cabo de unos kilómetros, escondido entre dos montes como un refugio de bandoleros. Quizá fue en él en el que pensó José Ortega Munilla cuando le entregó a Azorín el revólver. Pero no se necesita. Los vecinos de la Ruidera de hoy son gente abierta y hospitalaria y, como viven, además, del turismo, acogen al forastero como se debe, esto es, con restaurantes y hoteles por todas partes».

Unas veces Llamazares nos conduce por los puntos que transitó y frecuentó Azorín (como la posada de la Xantipa, hoy desaparecida); y otras, nos sumerge en la maravilla de una obra que se recrea una y otra vez sobre el clásico en su eterna vigencia.

«¿De dónde viene el error que todo el mundo repite -incluso algunos se empeñan en sostener- de decir "con la iglesia hemos topado" en lugar de "con la iglesia hemos dado", que fue lo que le dijo don Quijote a Sancho Panza al descubrir en la oscuridad de la noche "el bulto" de la de El Toboso? La pregunta me la hago parado enfrente de ella tras llegar a la aldea en plena hora de la siesta después de recorrer los ocho kilómetros que separan Criptana de El Toboso por la misma carreterita que recorriera Azorín y posiblemente también, y más de una vez, Cervantes en sus andanzas de recaudador de impuestos; una carreterita recta en cuyo final de pronto aparece, al coronar una cuestecilla, el capitel puntiagudo de la iglesia (y sólo él durante bastante rato) frente a la que don Quijote pronunció su frase más repetida y, a la vez, más tergiversada: "Con la iglesia hemos dado, Sancho"».