Es vibrante, energética, pura dinamita creativa. Y aunque le están pesando esta crisis y la precariedad a la que se ha empujado al ya desfavorecido sector de la danza, Sol Picó no se rinde. El suyo no es un caso aparte en términos de supervivencia -tres créditos tuvo que pedir el año pasado-, y sin embargo la escena de la danza española no se explicaría de igual forma sin la huella que viene dejando esta alcoyana de 46 años, cuya compañía cumple ahora dos décadas.

Sol Picó no es sólo un referente de la danza, también ha propiciado memorables colaboraciones con el mundo del teatro, como aquel Baile que se marcó junto a la desaparecida Anna Lizaran, dirigidas por Sergi Belbel. O ese homenaje a las mujeres de Fassbinder que le pidió la actriz Maru Valdivieso y que tituló Petra, la mujer araña y el putón de la abeja Maya. El gran público, no obstante, la recordará por aquel arrojo con que un día se calzó instintivamente unas zapatillas de punta rojas y se marcó un zapateado: Razona la vaca, tituló aquella pieza, a la que siguieron otras de vis flamenca, como el exitoso Bésame el cactus y la apoteósica colaboración con Israel Galván en Paella mixta, que supuso el lanzamiento del bailaor a la escena contemporánea.

¿Cómo le dio por conjugar flamenco y zapatillas de ballet?

Fue algo espontáneo, esencial, una investigación que sigue en marcha. Sucedió un día que recuperé mis zapatillas de punta tras haber estado sumergida durante tiempo en el baile contemporáneo. Estaba haciendo calentamientos en el estudio, sonaba música flamenca y me arranqué a bailar con piernas y brazos. Rápidamente vi que era algo que podía asumir, dos mundos que pensaba que había dejado atrás, pero con los que podía expresarme y ver cómo convivían dentro de mi mundo de baile moderno.

Está claro que el cuerpo tiene una memoria física, y si durante años has seguido una disciplina, de repente aflora. Yo había hecho la carrera de clásico y de baile español en el conservatorio Óscar Esplá de Alicante, hora y media de trayecto cada día desde Alcoi. Fue luego que entré en contacto con el contemporáneo y llegué a Barcelona, donde comencé a la brava haciendo performances en discotecas vestida de pajarraco, ja, ja.

¿La recibió bien, a aquella joven menuda de ricitos de oro, la Barcelona rabiosamente contemporánea de los ochenta?

Me sentí respaldada. La energía me salía por los poros, y, aunque era difícil, había apoyos. Pero fíjese que no me admitieron en el Institut del Teatre, dijeron que estaba gorda, ¿se lo puede creer? Menos mal que soy de buen comer y no me pierdo una paella por nada del mundo, porque con 18 añitos puedes caer en la anorexia del disgusto. Fue terrible. Mi padre me había dado sólo una oportunidad: "Si no entras en una institución, te vuelves a Alcoi a montar tu academia y a hacer Empresariales". Pero me vio tan desesperada, que me dio una segunda oportunidad, y por suerte me becaron en La Fàbrica. Eran tiempos en que Ramon Oller montaba la compañía Metros, hacía audiciones, movimiento.

Si me lo permite, usted era de las escasas alumnas en aquella nave del barrio de Gràcia capaces de hacer dos pirouettes seguidas sin perder el equilibrio. ¿Qué le hemos hecho al baile clásico en este país?

Lo hemos matado. Queriendo hacernos los modernos no hemos hecho ni una cosa ni otra, porque tampoco le hemos dado el lugar que le corresponde a la danza contemporánea. El problema es que no se ha creado un tejido de base, y ahora, con esta crisis, los artistas penden de un hilo. Se está dejando morir la creatividad, el potencial por el que se mide la riqueza de un país.

Las administraciones argumentan, al retirar las ayudas, que la danza no ha sabido atraer al público necesario para autofinanciarse.

Siempre nos acusan de no hacer cosas interesantes y de no sabérnoslo montar. Pero eso no tiene nada que ver. Nos hemos buscado la vida sin parar y por todas partes, con un equipo de gente incansable que cobra unas cifras irrisorias, y tenemos público como para justificar hasta el último céntimo de ayudas públicas y reinvertir esa taquilla en el siguiente espectáculo. Pero llega un punto en que no podemos competir, sobre todo, en el ámbito europeo. Si eres una compañía en Alemania o Bélgica y te invitan de gira o a un festival, el gobierno te financia, mientras que yo aquí tengo que declinar la llamada de un teatro de Nueva York porque no tenemos 10.000 euros para viajar, un gasto que probablemente quedaría compensado con los bolos que se derivarían de esa actuación.

Pero es que mi compañía ya no gira ni por Cataluña: los teatros tienen miedo, y sin embargo, si se atrevieran, verían que llenan la sala. Insisto, el error nace de no haber sabido construir un tejido para soportar la escena de la danza, porque cuando esto funciona, las subvenciones entonces son menores. Tú puedes reinvertir y hacer más bolos y dar más trabajo, pero si el apoyo de base está desmembrado y cada año cambia, entonces no hay manera.

La danza sigue considerándose un arte menor. ¿Acaso su aportación a la vida de las personas es de menor calado?

Para empezar, la danza aporta un toque de abstracción fundamental en nuestra racionalizada existencia. Piense que aun cuando vamos al teatro, nuestro cerebro descansa, pues ya sabe de antemano de qué va la historia. En la danza eso no ocurre, aquí la gente se encuentra con un mundo de sensaciones, de ideas, de formas y texturas. Estás frente a un lenguaje corporal que lo que hace es despertar lugares en ti que no sabías ni que existían. La danza va mucho más allá de ese imaginario ¬pactado que se reduce a la palabra y a un concepto claro y limpio. La danza es una línea hacia la imaginación, hacia la abstracción.

La suya es una danza muy física pero a la vez muy teatral e irónica. Y de elementos muy cotidianos... de pan y cuchillo.

La esencia de la cotidianidad es importante para mí. Sobrevolamos las cosas que sentimos cada día, pero hay una memoria sensorial, espiritual y mental. Esas son mis herramientas cuando me encierro en mi espacio desnudo a trabajar. Las voy redimensionando sobre el escenario y luego las enriquezco con conceptos, con referencias literarias, pues he de fundamentarlo para creérmelo. Y así vas conformando tu personalidad creativa. Yo soy muy dubitativa creativamente hablando. Hago una cosa e inmediatamente me echaría atrás porque la encuentro horrorosa. Son procesos angustiosos, pero a la vez me aferro a la idea de probar: ahora meto un jamón, ahora, una cadena... Y sin embargo, al final todo sale del no pensamiento, de un espacio diáfano.

Cuando explora el mundo de las mujeres -como hizo en La dona manca o Barbi superestar, donde hablaba de las obligaciones culinarias por un lado y de las obligaciones glamurosas y sexis por otro-, la crítica la alaba por hablar en términos de feminidad, que no de feminismo. ¿Qué opina?

Que me siento mal teniendo que hablar todavía de estas cosas y plasmarlas en mi trabajo. Me parece desastroso. Sin querer ser panfletaria ni reivindicativa, permítame una reflexión: ¿qué sentido tiene que un hombre esté decidiendo si las mujeres pueden abortar o no? Una cosa es que opine y otra que decida. Y otro asunto: ¿cómo puede no haber ni un teatro en Barcelona dirigido por una mujer? Ahora trabajo en un interesante proyecto que presentaremos en el 2015 en colaboración con otras mujeres artistas: son una japonesa, una senegalesa, una india, una irlandesa... y ninguna de ellas vive en su país. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido en el mundo femenino que no hay manera de asomar la cabeza? ¿Por qué las artistas tienen dificultades para relacionarse con el mundo?

Pero antes tendrá que celebrar el 20º aniversario de su compañía. ¿Qué prepara?

Un solo en el que explicaré cosas vitales. El leitmotiv es que si miras un poco atrás -y yo soy de las que siempre miran adelante-, ves que te quedan cosas por hacer y te aborda una chispa de sensación de fracaso. No siento que hayamos llegado donde podríamos estar, disfrutando un poco tras el esfuerzo de esos años. Nos ha pillado esta crisis y no hay momento para relajarse... Y no me puedo quejar, tengo la suerte de que la energía y la vitalidad me acompañan.