Tres décadas después de la boda de Lady Di con el príncipe Charles se cambia la carroza acristalada por un soberbio ejemplar de Rolls Royce, y aún no nos han devuelto Gibraltar. El Peñón fue la causa de que aquel 29 de julio de 1981 el rey Juan Carlos I no estuviese en la catedral de San Pablo, pues el eterno heredero de la Corona británica decidió incluir una parada técnica en la polémica roca en su ruta a la luna de miel.

La coreografía de aquel enlace era más empalagosa, y por supuesto que por allí no rondaba todavía el efecto plebeyo, con aspirantes al trono llegadas del orden civil. Diana de Gales tenía veinte relucientes años, una sonrisa efervescente y unos ojos de inocencia inmaculada, y Carlos de Inglaterra se ganaba para siempre el título de desdichado hipócrita: se casaba enamorado de otra, de Camilla Parker Bowles, pero el deber era el deber.

La princesa Catalina, de 29 años, llegó al altar a cara descubierta, mientras que la mujer que introdujo el sentimiento en Buckingham Palace mantuvo el rostro detrás del velo. Lady Di alcanzaba el altar sin apenas conocer a su futuro marido, casi como un animalillo ofrecido en sacrificio a la dura tradición. En la década de los ochenta del pasado siglo se respetaba el signo de la virginidad en aposentos monárquicos, pero ahora ya nadie se pregunta qué llevó a los nuevos duques a vivir varios años bajo el mismo techo. Conclusión: el conocimiento mutuo es razón de Estado. La lección se asentó tras florecer infidelidades, filtraciones, secretos y lágrimas en público, machacados una y otras vez en la prensa amarilla. ¡Otro escándalo no, por favor!

Se le supone a la aspirante al trono una madurez conseguida por su largo noviazgo, aparte de una sensatez ciudadana de joven princesa a la que le encanta romper los platos de las tradiciones. Una vez cerrado el expediente de la boda real, los treinta años de diferencia nos ponen ante el siguiente saldo: los de Gales no llegaron a la categoría de aire fresco entre tanto olor a naftalina. Los de Cambridge, en cambio, lograron desparramar en Westminster la atmósfera de los inquietos cachorros de la aristocracia británica, sobre todo con la referencia del encrespado pelo del príncipe Enrique, casi un personaje de Harry Potter.

Esta pareja puede ir más allá de un posado en Balmoral, donde el padre de Williams, treinta años atrás, habló de la aurora matrimonial ataviado con una falda escocesa. Para empezar, decoraron la abadía con hileras de arbustos, casi un bosque que atenúo la solemnidad del lugar, pero que en el relato de las artes siempre ha sido el símbolo que representa la complejidad de la vida, a través de sus ramas y raíces. Nada más ejemplificador para una pareja que tiene el encargo de ganarse al pueblo para ser reyes aceptados. Quizás, también treinta años atrás, la iniciativa hubiese sido tachada por la agria gerontocracia de palacio como un aviso sobre la posible inestabilidad emocional de Kate en un futuro. Pero todo ha cambiado, y mucho.

No sé cuántos carniceros y panaderos estuvieron en la boda de Lady Di. Los comentaristas del enlace situaban a tales gremios entre los cien invitados del pueblo que, elegidos a mano alzada, estaban en el enlace. ¿Por qué no agentes de bolsa, abogados, ingenieros o vendedores de electrodomésticos? Más bien parece un estereotipo, o algo venido del más allá sobre la importancia de estos suministros para la alimentación de los habitantes de un castillo.

La raigambre protocolaria, de entrada, rebajó a la categoría de "semiestado" la boda, por lo que no es procedente comparar el elenco del viernes con el del enlace de Lady Di y Carlos de Inglaterra. A lo mejor los memoriosos descubren entre lista de la que pasó a la historia como "la boda del siglo XX" algún invitado que de cobertura a lo que hoy se llama la cuota del glamour. Sea como sea, la realeza británica del XXI (y sus fontaneros de palacio) dan por hecho que Mister Bean, los Beckham, Elton John y Paul Mccartney representan la modernización de la Corona.

Algo que resultó inalterable entre una boda y otra fue el beso en los labios en el balcón de Buckingham, o el recorrido en carroza descubierta a la salida de la abadía; una travesía que representa como ninguna el cuento de la plebeya que encuentra a su príncipe encantado, que la lleva entre algodones, por los tiempos de los tiempos, por el sendero de la felicidad. Es un topicazo, pero es el sueño que nunca decae, aunque algunos acaben entre tinieblas o como banquete para los paparazzis.

El príncipe Guillermo y su mujer salen de Londres

Los duques de Cambridge salieron ayer de la mano del Palacio de Buckingham, como marido y mujer, donde les esperaba un helicóptero privado. El destino de su luna de miel es aún un secreto para todo el panorama mundial e incluso para la propia Catalina. Las cadenas británicas han ofrecido imágenes del momento en que ambos abandonaban Londres rumbo a su destino de vacaciones. Con un look informal, el hijo mayor del Príncipe Carlos conjuntaba un pantalón beige, con camisa blanca y chaqueta azul marino. La Princesa, por su parte, ha optado por un vestido azul tableado por encima de la rodilla, una chaqueta negra y unas cuñas de esparto. Ahora comienzan las vacaciones de ambos, y las islas Seychelles, las paradisíacas playas del Caribe o las costas del estado australiano de Queensland son algunas de las apuestas que se han rumoreado como destino final de su amor.

Los chistes malos del príncipe Enrique

La fama precede al Príncipe Enrique y en una ocasión tan especial como la boda de su único hermano no podía ser menos. El padrino del novio aprovechó la cena posterior a la boda, más íntima, con "sólo" 300 invitados, para dar rienda suelta a su vis cómica, aunque no a todos les hizo mucha gracia. Comenzó burlándose de la "cintura" de su padre, y es que los años no pasan en balde, para terminar riéndose hasta de la novia. El "hermanísimo" se refirió a la recién estrenada Princesa diciendo que había conseguido "enanizar" a su propio abuelo, el Duque de Edimburgo, por los altísimos tacones que lucía. Según los asistentes, la cara de Pippa Middleton después de este comentario no tenía precio, y eso que ella salió "indemne". También el Príncipe Carlos hizo gala del humor de la casa y sonrojó a más de uno. El principal blanco de su discurso fue su hijo Guillermo, y sobre todo, su incipiente calvicie.

La 1 de TVE fue el canal más visto

La audiencia televisiva registrada entre las doce y la una del mediodía del pasado viernes, momento estelar de la boda real británica entre el Príncipe Guillermo y Catalina, aumentó un 50% con respecto a la cuota habitual en ese espacio horario. Además, La 1 de TVE fue el canal más visto, al apropiarse del 20% de la cuota de pantalla en algunos momentos.