Rafael Altamira y Crevea ha sido, sin duda alguna, el alicantino más universal. Miembro del Tribunal de Justicia Internacional de la Haya, propuesto para el Premio Nobel de la Paz en dos ocasiones, doctor honoris causa por las Universidades de Burdeos, París, México, Santiago de Chile, Lima, Columbia y Cambridge, renovador de la historiografía española, primer Director General de Primera Enseñanza, impulsor de los estudios sobre Derecho Indiano, colaborador en la Extensión Universitaria de Oviedo, intelectual de enorme prestigio en Europa e Hispanoamérica, mantuvo siempre una intensa relación con su tierra natal, de manera que estaba siempre atento a responder a cualquier petición de colaboración en cualquier revista o periódico de la provincia, a colaborar en las Hogueras, a favorecer a cuantos compatriotas solicitasen su ayuda. Y como última prueba de su afecto por Alicante, en su testamento dejó dispuesto que se entregasen al Instituto de Enseñanza Media de la ciudad gran parte de la biblioteca que tenía en su finca de El Campello y numerosos documentos.

Altamira nació en Alicante el 10 de febrero de 1866, en el seno de una familia de la burguesía media. Desde muy temprano mostró una gran afición a la lectura y comenzó pronto a escribir, colaborando en algunas revistas literarias locales. Estudió en el Colegio San José y efectuó sus exámenes en el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, situado entonces en el edificio de La Asegurada: en el Archivo del IES "Jorge Juan", continuador de aquél, se encuentra el expediente académico del joven Altamira, sus exámenes y sus calificaciones. Terminados sus estudios de segunda enseñanza en Alicante, estudió Derecho en la Universidad de Valencia, donde trabó amistad con el pintor Joaquín Sorolla y el novelista Blasco Ibáñez y continuó colaborando en diversas revistas, como La Ilustración Ibérica.

En junio de 1886 marchó a la Universidad Central, en Madrid, donde escribió su tesis doctoral y mantuvo una estrecha relación con intelectuales como Joaquín Costa, Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas "Clarín", Marcelino Menéndez y Pelayo, Miguel de Unamuno, Manuel Bartolomé Cossío -con quien trabajó en el Museo Pedagógico- y, sobre todo, Francisco Giner de los Ríos, impulsor de la Institución Libre de Enseñanza, que le animó en sus inquietudes, dirigidas ya a la pedagogía y la historia. Dirigió varios periódicos y revistas, como La Justicia, el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza y la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispano-americanas.

En 1897 consiguió la plaza de "Historia General del Derecho Español", en la Universidad de Oviedo, y pronunció la lección inaugural del curso 1898-1899, con un discurso sobre "El patriotismo y la Universidad", en el que planteaba diversas medidas para superar el trauma producido en España por la derrota ante Estados Unidos y la pérdida de sus colonias. Con otros profesores de la Universidad de Oviedo, creó la Extensión Universitaria, que trataba de llevar la cultura a unos trabajadores cuya situación era muy penosa y cuya formación intelectual era habitualmente olvidada por los poderes públicos. Además, colaboró con sus escritos en la prensa obrera de la época: en 1906 envió al Centro de Sociedades Obreras de Alicante una cuartilla que se leyó en una velada conmemorativa del Primero de Mayo, como en otras ocasiones hicieron Gabriel Miró y Unamuno.

Entre 1899 y 1911 aparecieron los cuatro tomos de su Historia de España y de la civilización española, que renovó por completo la historia de España, hasta entonces muy reducida a los aspectos puramente políticos, a los que Altamira añadió las actividades culturales, sociales y económicas de la sociedad. Este manual ha sido considerado por muchos autores como el libro básico de Historia de España en la primera mitad de este siglo y ha sido muy elogiado por historiadores de diversas tendencias.

A finales de 1908, Altamira fue comisionado por la Universidad de Oviedo para fortalecer y estrechar las relaciones de confraternidad entre españoles y americanos. El 13 de junio de 1909 comenzó su viaje a América, en el que visitó Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Estados Unidos y Cuba. En diez meses, Altamira impartió en esos países unas trescientas conferencias, se entrevistó con muchas personalidades de la cultura y la política y su viaje marcó un punto de inflexión en las relaciones culturales hispanoamericanas. Recibió distinciones y pruebas de afecto de numerosas asociaciones, casinos de emigrados españoles, Ateneos y centros universitarios. A su regreso a España, el Ayuntamiento de Alicante le concedió el título de Hijo Predilecto de la ciudad y poco después, le dedicó la antigua calle de la Princesa. También fue nombrado Hijo Adoptivo de San Vicente del Raspeig, San Juan, Elche, El Campello y Villafranqueza, Presidente Honorario de la Asociación del Magisterio y del Círculo Unión Mercantil, etc. Poco después, se inauguró en el Paseo de Ramiro la Escuela-Jardín que llevaba su nombre.

En 1911 aceptó el nombramiento de Director General de Primera Enseñanza para tratar de paliar el desastroso estado de los colegios públicos, la escasa remuneración y consideración social de los maestros, la reforma de la Inspección, etc, tratando siempre de acercar la situación de la educación española a la europea. Pero el escaso presupuesto de que dispuso, la inercia burocrática y las críticas de sectores del catolicismo integrista le llevaron a dimitir en septiembre de 1913.

Se reincorporó entonces a su labor docente, pasando a la Universidad de Madrid, donde desempeñó una cátedra común a los doctorados de Derecho y Filosofía y Letras denominada "Historia de las instituciones políticas y civiles de América". Participó en varios Congresos Internacionales, celebrados en Gran Bretaña, Estados Unidos, Bélgica y Francia, relacionados con sus intereses intelectuales: la Pedagogía, la Historia y el Derecho. Y en 1916 fue elegido Senador por la Universidad de Valencia.

El estallido de la guerra europea, pronto convertida en la primera confrontación universal del siglo XX, acentuó sus convicciones pacifistas, aunque sus simpatías estaban -como las de la mayoría de los intelectuales progresistas españoles- al lado de los aliados y en contra de los Imperios centrales.

Al llegar la paz, una de las primeras medidas tomadas por la Sociedad de Naciones fue la creación de un Tribunal Permanente de Justicia Internacional que permitiese la solución de los contenciosos entre las naciones sin acudir a las armas: Rafael Altamira fue nombrado uno de los once jueces que componían ese Tribunal, que inició sus funciones en La Haya, en enero de 1922 y que emitió dictámenes sobre las competencias de la Oficina Internacional del Trabajo y los problemas fronterizos entre Polonia y Checoslovaquia, Turquía e Irak.

No cesó de participar en Congresos Internacionales sobre las materias de su interés, entre las que comenzaba a destacar el americanismo. Entre 1924 y 1936 se consolidó el prestigio intelectual de Altamira tanto en España como en el extranjero y fue nombrado miembro de la Real Academia de la Historia; profesor extraordinario del Collège de France, de París; profesor titular de la cátedra de "Historia del Pensamiento español" en la Universidad de París; miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado, de La Haya, y Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid en marzo de 1931.

En la primera mitad de los años treinta, Altamira trabajó por el mantenimiento de la paz, amenazada por el ascenso de los fascismos. Convencido del valor del derecho y de las ideas, intentó, desde su cargo de Presidente del Comité para la Conferencia Internacional de la Enseñanza de la Historia, conseguir que la historia favoreciese la mutua comprensión entre los pueblos, porque "los historiadores deben poner su ciencia al servicio de la paz". La Conferencia se reunió en La Haya en 1932 y en Berna en 1934, pero hubo de cesar sus actividades ante la hostilidad del nazismo. Ciento sesenta personalidades del mundo científico, sobre todo historiadores como Huizinga, Trevelyan, Sánchez Albornoz, Meinecke, Américo Castro, Menéndez Pidal, Glotz, Pirenne o Seignobos, propusieron en 1933 que se le concediera a el Premio Nobel de la Paz, por su labor en el Tribunal de la Haya y por sus esfuerzos por propagar las ideas pacifistas. No tuvo fortuna Altamira y su candidatura no fue aceptada.

Al estallar la Guerra Civil Española, pudo salir de España con su familia, tras hacer valer ante los militares sublevados su condición de miembro del Tribunal de Justicia Internacional. Criticó la política de No Intervención de los países democráticos, que perjudicaba a "la España agredida", es decir, al gobierno legítimo de la República, y en 1937 advertía que "con la victoria de Franco no se perderían tan sólo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia pacífica". Lo ocurrido en su país entre 1936 y 1939 le afectó de manera extraordinaria y le sumió en un profundo pesimismo, que se acrecentó con la segunda guerra mundial. Todas sus convicciones filosóficas y morales, que constituían el cimiento de sus opiniones y de su conducta, se vinieron abajo y se producía "el derrumbamiento de toda mi vida espiritual y la anulación de más de cincuenta años de trabajo entusiasta por mi patria y por la Humanidad".

En abril de 1940 cerró sus puertas el Palacio de la Paz de la Haya, poco antes de que las divisiones germanas avanzasen por los Países Bajos hacia París. Altamira y su esposa se refugiaron en Bayona. Finalmente, y después de una campaña de prensa iniciada por sus discípulos americanos, pudo atravesar la España franquista bajo la protección diplomática de Argentina e instalarse en Lisboa. Después, se exilió a México, donde encontró una calurosa acogida, no sólo porque aún se mantenía el recuerdo de su viaje de 1909 en los medios intelectuales y académicos, sino también por la presencia de muchos exiliados españoles tras la guerra civil: ante ellos anunció Altamira que no pensaba volver a España "hasta que los hombres liberales pudiesen vivir en aquél país".

Continuó trabajando, sobre todo en el estudio del Derecho Indiano, y fue nombrado Presidente Honorario de la Casa Regional Valenciana en México, socio de honor del Ateneo Español de México y Presidente de la Unión de Profesores Españoles en el Extranjero, entidad que agrupaba a la élite intelectual de la República, obligada a marcharse de su patria por la dictadura franquista.

En enero de 1951, Isidro Fabela, juez mexicano del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, presentó de nuevo la candidatura de Rafael Altamira para el Premio Nobel de la Paz. En total, fueron cuatrocientas las adhesiones, de entidades y destacados intelectuales, que recibió esta propuesta de Rafael Altamira, cuya muerte, el 1 de junio de 1951, impidió que se le pudiese conceder este galardón, que se otorgó al francés León Jouhaux.

Cumpliendo una promesa hecha cuando el alcalde republicano de Alicante, Lorenzo Carbonell, le entregó en 1934 la Medalla de Oro de la ciudad, Altamira dispuso en su testamento, como hemos dicho, que se entregase al Instituto de Alicante un legado de libros, fotografías y documentos que fueron recibidos en noviembre de 1952 por el director del Instituto, Ángel Casado, y por su secretario, Juan Masiá. INFORMACIÓN se hizo eco de la noticia, destacando que en ese legado -del que una pequeña muestra se exhibe en la exposición que el martes 1 de febrero se inaugura en el Club INFORMACIÓN-. En ella figuran informes del Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, los originales de numerosas conferencias y artículos de prensa, una gran cantidad de correspondencia, fotografías y cientos de tarjetas postales, a través de las cuales recibía Altamira información sobre la situación de la enseñanza en diversos países europeos, cuando ocupaba el cargo de Director General de Primera Enseñanza.