El Ministerio de Cultura anunció recientemente la creación de un portal digital que recoge los datos de 750.000 víctimas de la Guerra Civil española de ambos bandos. Una iniciativa que pretende ser una "puerta" al reconocimiento de quienes sufrieron injustamente "sin importar el bando". La web, que se puede consultar en www.mcu.es, es un primer avance de un proyecto ambicioso que pretende rescatar una cifra de más de cuatro millones de afectados. La individualización y conocimiento de los datos personales de estas víctimas, que van desde el año 1936 hasta el comienzo de la democracia en 1977, ha sido posible gracias al "vaciado" de todos los archivos disponibles. Entre los más de 500 alicantinos que figuran en esta primera lista, se encuentra la desgarradora historia de Daniel Monzó.

A los 12 años de edad su padre, un importante dirigente del Partido Comunista de Novelda, le alistó en las expediciones que se organizaban para viajar a la Unión Soviética. Era una manera segura de escapar de las atrocidades de la Guerra Civil y de, por un golpe de suerte, aspirar a un futuro mejor que en España sólo olía a putrefacción y muerte.

Por eso, un día fueron a buscarle a casa, y a tirones le quitaron de las manos de su madre y su abuela, que lloraban sin consuelo. El viaje se produjo fugaz, y en Alicante se reencontró con otros muchos niños a los que les deparaba el mismo destino. El coche de desplazamiento del Hércules C. F. sirvió como último medio de transporte hasta el Puerto de Valencia, donde se hacinaban maletas, sueños y preguntas. La mayoría de los pequeños procedían del norte de España, de las cuencas mineras de Asturias y las zonas industriales del País Vasco, donde el ejército franquista mantenía con mayor viveza sus líneas de fuego.

La primera parada en la costa Crimea, rodeados de naturaleza y playas doradas, se presentó para Daniel Monzó como el paraíso prometido. Ya no por el bonito paisaje, sino por los montones de comida, que incluían primer y segundo plato con postre, además de ropa limpia y una cómoda cama sin ningún ruido de bombas al fondo. Pequeños placeres a los que no había tenido acceso Monzó desde que estalló el conflicto "incivil".

Transcurridas las vacaciones, el grupo se desplazó a Moscú, donde el Ministerio de Educación de la Unión Soviética organizó y montó las escuelas para adquirir el idioma cuanto antes y seguir con las clases que se interrumpieron con la guerra en España. Desde entonces, Monzó establece una discontinua relación epistolar con su padre, mientras avanza en su formación con el peritaje industrial.

Con la invasión nazi en la II Guerra Mundial, Daniel Monzó recorre varias ciudades con sus compañeros y monitores que les alejan de las balas y del miedo. A lo lejos, Monzó recuerda cómo la Luftwaffe sobrevolaba los cielos lanzando bombas contra el aeropuerto. Se ayudó en la medida de lo posible, muy especialmente al congelarse los estudios, y trabajó muy duro en los trigales. Incluso pensó en alistarse, pero el Ministerio de Guerra de la Unión Soviética prohibió a todos los jóvenes españoles hacerlo: los primeros grupos que se enrolaron ya habían caído en el frente a los pocos días.

Cuando Daniel Monzó cumplía 34 años, divorciado y con un hijo nacido en la Unión Soviética, solicitó ayuda a la Cruz Roja Internacional para preparar su regreso de España. Habían pasado 22 años, y en Novelda le esperaban una hermana que no conocía y el resto de sus familiares. Allí pudo abrazar a todos menos a su padre, que embarcó a la desesperada con el Stanbrook desde Alicante.

En el pueblo, el ambiente que describe Monzó es humilde y lúgubre. Con escasos recursos económicos, y con la policía político-social de visita, Daniel Monzó se mueve entre varios trabajos para dar un empujón a la delicada situación. Entre tanto, busca los primeros contactos para el regreso de su padre a España, que de los campos de concentración de Orán logró escaparse a Francia en las primeras revueltas del país argelino en su lucha por la independencia. Finalmente, en 1969, Daniel Monzó viaja a Francia para volver a casa con su padre. Antes había tenido la precaución de hablar con la Guardia Civil, quien dio el visto bueno previamente por la inexistencia de "delitos de sangre". Padre e hijo se reencontraban así después de más de 50 años sin verse las caras.