Hace unas semanas el escritor Javier Marías volvía a encenderse, como un exquisito Marlboro, contra la intolerancia inquisitorial que se cierne sobre los fumadores. La cuestión no era ya la prohibición de fumar en público, molestando a cuantos tienen todo el derecho del mundo a no desear contaminarse y vivir, saludablemente, un centenar de años, evitando el humo y haciendo gimnasia sueca.

El problema, nos contaba en un artículo de El País Semanal, era la campaña extrema contra la libertad de fumar, privadamente, en la habitación de un hotel, en un apartamento de alquiler, o en un lazareto para leprosos amantes de la nicotina. Marías, que necesita el cigarrillo para ponerse a escribir, contaba que había tenido que renunciar a impartir unos cursos en Oxford, a los que había sido invitado, al no encontrar un albergue adecuado donde se le permitiese estimular el cerebro haciendo uso del tabaco.

Mala cosa, la historia de Marías. Lo peor que siempre tuvo el Santo Oficio, no fueron los propios inquisidores, sino sus llamados "familiares"; una serie de "marujas" y "manolos", auténticos "ojos y oídos" del Tribunal, que se convirtieron por amor al arte -al arte de fastidiar a los demás- no solo en delatores de cuantos se saltaban sus normas, sino en émulos entusiastas de la intolerancia creando un estado de opinión opresivo contra el pobrecillo heterodoxo o el débil pecador.

La política sanitaria de la ministra Doña Madame Curie-Jiménez, alentada por la alegría de vivir que desprende la imagen de Zapatero, se encuentra en el camino de Oxford y comienza a dar un poco de miedo. Parece calar ya en las "marujas" y "manolos" de este país, y se extiende como un nubarrón, portador de todos los rayos y centellas, que contiene el prohibicionismo. Se empieza por el tabaco, se sigue con el Dry Martini, y se acaba por elevar a los altares a todos los sanjeronimos de cueva estrecha o a los robotillos insensibles "made in Hong Kong". Y un servidor, contagiado de actitudes tan extremas, no puede sino temer, y denunciar, que, tal política, atenta contra el sentido último de la ciencia y la investigación -preservar la felicidad del individuo- y el libre albedrío del personal, incluidos los funcionarios de Correos.

La ciencia médica, por ejemplo, no puede combatir todo de cuanto placentero tiene la existencia, fulminándolo con prevenciones radicales. Por el contrario, su misión es indagar en torno a la consumación del placer sin obstáculos ni ataduras. Es decir, un señor con bata blanca -o sea, un científico- ha de inventar una hormona, un gen o una pastilla, que nos permita fumar sin pillar un cáncer de pulmón, bebernos media botella de ginebra sin que nos pulverice el hígado, y holgar con la pareja sin otras consecuencias nocivas de las que pueda albergar la conciencia del Torquemada de turno. De esta forma los hospitales quedarían vacíos y la Seguridad Social se ahorraría un pastón, que, al fin y al cabo, es de lo que se trata en este mundo de creciente hipocresía.

Si no tomamos este rumbo, esta causa contra el prohibicionismo, la llevamos clara. Piense el lector que ya se habla de poner multas entre 500 y 1.000 euros al temerario que se bañe en una playa donde luzca la bandera roja - que casualidad lo del colorcito- y pronto, para evitar los melanomas y el cáncer de piel, se impondrá el uso obligatorio de albornoces y burkas para ir a la playa incurriendo en una paradoja social de tres pares de lo que usted quiera... Y eso no es nada: la figura del "Visitador Antitabaco" está a la vuelta de la esquina. Un tipo siniestro que llegará a su hogar y, en nombre de la salud de sus hijos, el gato y el canario, pondrá la casa patas arriba, en busca de cualquier prueba que delate el vicio del fumeque. "¡Caramba, lo que hemos encontrado aquí -podrá exclamar con sádica satisfacción el inspector- un mechero! ¿Qué hacen los señores con un mechero?"

Tan solo de pensarlo estoy temblando. Y así no hay manera de encender el cigarrito o de llevarme la copa a los labios sin condecorar mi vientre celulítico con la medalla del Dry Martini.