Por el río Churún rumbo al salto del Ángel

Voy caminando por plena jungla venezolana y de pronto el guía me señala una aglomeración de hormigas junto a un gran árbol. No encuentro nada de particular en ellas aunque su tamaño es algo mayor de lo normal en estos insectos. Le pregunto que tienen de especial mientras me agacho para verlas más de cerca y es entonces cuando me advierte que no me acerque demasiado “porque su picadura es la más dolorosa del reino animal y te puedes pasar rabiando 24 horas”. Casi me da un pasmo cuando escucho su advertencia y de inmediato doy marcha atrás fijándome, muy mucho, donde pongo los pies y compruebo con lupa que ningún insecto sube por mis botas ni pantalón.

Niños venezolanos

Tras una breve estancia en Caracas, donde visitó el centro urbano y algunos rincones pintorescos en contra de las advertencias del personal del hotel, que me advierten de la inseguridad ciudadana reinante en la capital, llego en un vuelo interior a Canaima, situada en plena selva venezolana, con el Salto del Ángel, la cascada más alta del mundo, como atracción más destacada.

El imponente salto del Ángel, de casi mil metros de caída

Esta anocheciendo cuando llego, acompañado de mi mujer, a un hotel tipo campamento con habitaciones en forma de cabañas. Lo primero que hago es contratar para el día siguiente la excursión al Salto del Ángel. Aún no ha amanecido cuando un experto guía me recoge en el hotel y con un grupo de turistas me lleva en una corta caminata hasta la orilla del río Churún. Allí subimos todo el grupo en una curiara, una especie de canoa construida mediante el vaciado de la mitad del tronco de un árbol de madera muy robusta, a la que se le ha añadido el motor fueraborda. Vamos contracorriente en una mañana espléndida y tras unas cuatro horas de navegación la embarcación hace la primera escala en la llamada “isla Ratoncito”, en donde tomamos un pequeño refrigerio.

Dos guacamayos de la jungla venezolana

Reemprendemos la marcha pero ahora por un afluente del río, mucho más estrecho y, además, con numerosos y peligrosos rápidos que provocan el balanceo de la canoa y la preocupación colectiva. Mientras la curiara se tambalea le comento al conductor, con ánimo de tranquilizarme, que estas embarcaciones deben ser muy seguras y prácticamente es imposible que zozobren. Ante mi asombro me responde con la mayor tranquilidad que cinco días antes había volcado una y que “varios turistas sufrieron diversas fracturas, costillas rotas y otras lesiones”. No puedo disimular mi preocupación ante sus palabras porque, además, los rápidos son cada vez más frecuentes y peligrosos, mientras el caudal del agua desciende y afloran peligrosas rocas que salpican el curso del río.

La laguna de Canaima

El piloto extrema su pericia para sortear todos los obstáculos mientras la barquichuela parece una cáscara de nuez. Los bandazos son cada vez más violentos hasta el punto de forzar a algunos pasajeros a soltar gritos de histeria. Le ruego que reduzca la velocidad pero como si oyera llover. Por si esto fuera poco, compruebo que la canoa tiene una vía de agua que nos obliga a varios pasajeros a achicarla con unos rústicos recipientes. De poco sirve que el temor se generalice entre el grupo de viajeros, el conductor se muestra impasible como el mármol, como si aquello no fuera con él.

Cabaña de nativos en Canaima

Pero todavía falta más. Para colmo de males, mientras ya casi nadie disimula el pánico que le provoca la situación, de pronto observamos que un bidón de gasoil se vierte y derrama gran parte de su contenido en el fondo del bote, por lo que el guía nos ruega imperiosamente que no se nos ocurra fumar, aunque en esos momentos nadie está para otra cosa que no sea desear que el recorrido acabe lo antes posible. Después de una hora de improvisado “rafting”, que se nos antoja una eternidad, por fin ponemos pie en tierra firme. Nos dicen que nos queda una hora de caminata por una estrecha senda entre la jungla para llegar a la cascada, pero todo nos parece bien después del mal trago pasado.

Una pequeña cascada nos permite un refrescante baño

La senda se adentra desde la sabana a la selva y gran parte de su trazado está cubierto de raíces y piedras, en medio de una frondosa vegetación con elevados árboles que apenas filtran la luz solar y provocan una fuerte humedad. Durante el recorrido una serpiente me da un pequeño susto pero termino por aguarle la fiesta ya que huye rápidamente dejando atolondrado a un lagarto que estaba a punto de engullirse.

Momento para el pícnic en un chiringuito cercano al Salto del Ángel

Más adelante del camino es cuando el guía hace referencia a las hormigas. En un primer momento no les noto nada especial ya que me parecen casi idénticas a algunas especies que vemos por los campos alicantinos, incluso las he visto mayores por aquí. Sin embargo el susto es mayúsculo cuando indica que se trata de la ”hormiga 24 horas” y advierte de su terrible mordedura, ya que llega a inyectar más veneno que los propios escorpiones y su dolor se prolonga durante todo un día y es tan terrible que, según los científicos, ocupa el grado máximo en la escala de cuatro, de las picaduras de todo el reino animal, siendo el dolor más bajo el que te produce la picadura de una avispa. Ni que decir tiene que en el resto de sendero que falta por recorrer todo el grupo estamos ojo avizor pendiente de cualquier cosa que se parezca a una hormiga y tratando de evitar rozaduras con el follaje no sea que hayan subido hasta las ramas. Desde ese día creo que muchos de los componentes del grupo hemos aborrecido todo tipo de hormigas.

Imagen de una hormiga 24 horas (internet)

Tras una agotadora marcha, a causa del pegajoso calor húmedo y la cada vez más empinada senda, llegamos a un claro del bosque y podemos divisar a lo lejos, majestuoso, el salto del Ángel. Tenemos suerte ya que apenas hay nubes que entorpezcan la visión. Además, pronto llegamos hasta el mismo curso de agua provocado por el salto y aprovecho para darme un chapuzón junto a una pequeña cascada. El salto tiene forma de chorro plateado que se precipita hasta el suelo casi un millar de metros desde lo alto de un tepuy, como se llaman en Venezuela a las características montañas con la cumbre muy plana.

Panorámica aérea del entorno del parque nacional de Canaima

Antes de emprender el regreso tomamos un picnic junto al riachuelo a base de pollo a la brasa que prepara un par de indígenas en un pequeño cobertizo montado al efecto. El regreso por el río, con la corriente a favor, es más veloz pero mucho menos ajetreado, por lo que la calma reina en el ambiente. Sin embargo poco va a durar. Apenas conectamos desde el afluente al río Churún comienzan a aparecer por el horizonte unos negros y amenazantes nubarrones que en cuestión de minutos cubren por completo el cielo y, sin avisar, comienza a descargar una tromba de agua como no he visto en mi vida, y no exagero ni un ápice. Cae con tanta fuerza que produce un estruendo brutal y parece que nos vaya a perforar la piel. Es una auténtica cortina de agua que nos impide ver más allá de las narices, aunque el guía no le concede demasiada importancia y el muy borde no reduce la velocidad de la canoa. Pese a que nos cubrimos con grandes plásticos, el agua nos cala hasta la médula. Durante una hora soportamos estoicamente el diluvio y cuando por fin escampa comprobamos con tristeza que ni siquiera las cámaras fotográficas se han salvado del remojón y algunas casi hay que escurrirlas de lo empapadas que están. Un tepuy, montaña típica de Canaima

Unos minutos más tarde vuelve a lucir el sol y ello nos permite visitar el salto del Sapo, una imponente cascada por la gran cantidad de agua que se precipita en un desnivel de casi un centenar de metros. Además, incluso me atrevo a atravesarla de una orilla a otra por su parte trasera, porque poco importa un remojón más tras la que minutos antes se nos ha venido encima. Eso sí, voy andando por detrás de la cortina de agua con sumo cuidado ya que un resbalón bastaría para caer bajo la brutal avalancha de agua, de la que saldría prácticamente machacado.

La laguna de Canaima, el parque nacional venezolano

Ya está a punto de ocultarse el sol cuando llegamos con la curiara a la laguna de Canaima, que se forma por la confluencia del río Churún con otros afluentes, dando lugar a varias cascadas en un paisaje realmente espectacular. Justo enfrente, se encuentra el campamento turístico donde llegamos, afortunadamente, sin ninguna novedad más tras tan movidito día.

El salto del Sapo, en Canaima

Todas las imágenes de Manuel Dopazo salvo la hormiga