El mítico Khiber Pass, entre Paquistán y Afganistán

Vuelo a Peshawar para intentar recorrer el mítico paso de Khiber, que une Paquistán con Afganistán, uno de los desfiladeros más famosos a lo largo de los siglos ya que por él desfilaron las tropas de Alejandro el Magno, Ghenghis Khan y Tamerlan. En la actualidad es un territorio considerado de alto riesgo por la gran influencia de los talibanes afganos.

Este arco marca el inicio del paso de Khiber

El fokker-27 de la compañía PIA (Paquistán International Airways) aterriza en el aeropuerto de Peshawar tras un corto vuelo interior. Es martes y mientras recojo el equipaje de mano me preparo la cámara fotográfica. Quiero guardar como recuerdo una foto del avión de hélice que me ha traído a este remoto lugar pero nada más poner los pies en la escalerilla compruebo que me voy a quedar con las ganas: en la amplia explanada donde desemboca la pista de aterrizaje no hay ningún otro aparato, sólo soldados con metralleta en ristre en posición de alerta. Ni se me ocurre preguntar. Este país se toma muy en serio que los aeropuertos son instalaciones de seguridad a las que hacerle sólo una fotografía de recuerdo te puede costar un disgusto.

El ejército paquistaní se despliega por zonas estratégicas del desfiladero

He alquilado a través de internet un vehículo con conductor, que me espera a la salida del aeropuerto. Con mi inglés para andar por casa consigo que nos entendamos en lo fundamental. Esta oscureciendo y me deja en el hotel. Ahmed, que así se llama el conductor, se despide con ciertas prisas ya que estamos en pleno ramadán y, como buen musulmán, no probará bocado en todo el día hasta que el sol se oculte.

Un pastún con el fusil al hombro

A la mañana siguiente, muy temprano, me recoge. Vamos a intentar llegar hasta la misma frontera de Afganistán, que está apenas a 50 kilómetros, para lo cual hay que obtener una autorización expresa de las autoridades militares. Me dice que obtenerla es cuestión de suerte, ya que la deniegan a menudo, si consideran que la situación no esta tranquila en la zona. Además, la decisión es inapelable. Sin este salvoconducto te quedas a la entrada del paso de Khiber, un desfiladero de unos 40 kilómetros, que ha sido a lo largo de los siglos el único acceso desde Asia Central a estas tierras. Hoy es una tierra que escapa al control de Pakistán y hasta hace pocos años la vía de abastecimiento para las tropas norteamericanas e internacionales en Afganistán. Se tuvo que desistir de este trazado ante los frecuentes atentados y sabotajes que sufrían los camiones cargados con vituallas. Aquí impera la ley de las tribus de los patán y, en menor medida, de los pastún, aguerridas y belicosas, integradas por civiles armados y simpatizantes de los talibanes.

Zoco del poblado de Landi Kotal el único situado en pleno paso de Khiber y dedicado al contrabando

Espero nervioso en la puerta de una especie de cuartel militar a que el conductor me haga la gestión. Una negativa sería dejar de visitar uno de los mayores incentivos que me movió a hacer este viaje. Tras unos 30 minutos que me parecen eternos le veo volver con la cara sonriente: lo hemos conseguido. No vuelve sólo. Le acompaña un soldado, metralleta en mano, que será mi escolta durante todo el recorrido y que no me dejará ni a sol ni a sombra. De inmediato, enfilamos con la furgoneta la carretera que indica la dirección hacia Kabul. A unos 15 kilómetros de Peshawar empieza el paso de Khiber.

Burkas y carteles en árabe. El único cartel que se entiende es el de “joyeros afganos”. Es Peshawar

Un arco amurallado construido en los años 60 es el acceso. Un cartel muy visible advierte que ningún extranjero podrá pasar este punto sin permiso. Convenzo a mi escolta para que me deje fotografiar el arco. El trasiego de gente, en vehículos destartalados o andando, es constante. Consigo ver, fugazmente, las primeras mujeres con burka. Si ya en Pakistán es complicado fotografiar a las mujeres, puesto que te advierten que está prohibido, conseguir una instantánea de una mujer afgana con burka es una temeridad, ya que proceden de un país donde estaban prohibidas hasta las mismas cámaras. Agoto la paciencia de mi escolta, que me insiste en que tenemos que reanudar la marcha. En este punto me advierte que en todo el recorrido del paso del Khiber no puedo bajar la ventanilla ni hacer fotos, ni siquiera desde el interior del vehículo. Me dice que las tribus de la zona son muy suspicaces con las fotos y que sólo podré utilizar la cámara con su autorización expresa.

En Peshawar hay decenas de miles de afganos refugiados. En la imagen, una mujer afgana con su hijo

La carretera se convierte en una sucesión de meandros, cuesta arriba, entre elevadas montañas. La primera parada la hacemos en un punto desde donde se divisa una amplia panorámica de la serpenteante carretera. Mi escolta baja primero, y sólo cuando comprueba que no hay peligro, me autoriza a salir. Sobre las cumbres se aprecian torres y atalayas de construcción militar. También fuertes amurallados. Uno de ellos, construido por los ingleses, está en perfecto estado y se utiliza como campamento. En las laderas se aprecian algunas concentraciones de viviendas, todas de adobe. Seguimos la marcha y en algún tramo nos aproximamos a una vía férrea. Se trata del ferrocarril construido por los ingleses en los años 20 del pasado siglo.Es una obra de ingeniería impresionante por lo accidentado del terreno. Baste decir que con apenas 40 kilómetros de recorrido tiene 34 túneles y 92 puentes. Lamentablemente fue destruido en parte durante la guerra entre soviéticos y afganos.

El burka en Paquistán es muy poco usado y es distinto del afgano

A medida que nos acercamos a la frontera, el desfiladero se abre y da paso a pequeños valles. Pasamos por la única población que atraviesa la carretera en todo el Khiber. Se llama Landi Kotal y es conocida por la «ciudad de los contrabandistas». Aquí impera el tráfico ilegal de todo, incluyendo armas y heroína. Tras mucha insistencia, convenzo a mi escolta para hacer una corta parada en la calle principal, convertida en un zoco donde se vende de todo. Obviamente, los productos prohibidos no están a la vista. Las armas sí lo están porque parte de la población va armada. Son patanes con su kalashnikovs al hombro.

Un grupo de muyahidines piden ayuda económica en las calles de Pesawhar

Altos y de piel blanca, algunos imponen más que respeto cuando me fijan su mirada. Recurro a la siempre efectiva fórmula, en los países musulmanes, de saludar con el «salam aleicum». No sólo consigo que me sonrían sino que incluso me permito hacer alguna fotografía. Curioseo por los puestos de venta hasta que mi escolta, que lo llevo pegado como una lapa, me ordena con firmeza que hay que regresar al coche. Me entero que muy cerca de esta zona hay una ciudad, llamada Darra, en la que cada vivienda es una fábrica artesanal de armas de fuego. Además, las piezas que fabrican, incluyendo fusiles, pistolas, granadas y hasta artefactos más mortíferos, tienen una precisión milimétrica. Desde hace años, el acceso a esta ciudad está totalmente vedado a los extranjeros, con fuertes controles militares, y muy restringido hasta para las aguerridas tribus patanes.

La enseñanza se presta en Paquistán en muchos casos sin las más elementales necesidades, en algunos casos con solo la pizarra.

Apenas 15 minutos más tarde llegamos a la frontera con Afganistán. Un cartel destartalado, advierte que traspasar ese punto para los extranjeros está prohibido. Hay algunos soldados pakistaníes armados por la zona que se ocupan de que la orden se cumpla. Aquí esta autorizada una parada para poder contemplar, a apenas unos metros, el territorio afgano. A lo lejos se aprecian los primeros poblados de Afganistán. La frontera está abierta y hay un flujo constante de camiones paquistaníes de mercancías que pasan hacia Afganistán, mientras familias de afganos dejan su país. No huyen de los talibán, sino del hambre que asola sus tierras, aunque una cosa puede tener relación con la otra a pesar de la pertinaz sequía que desde hace años afecta a gran parte de Afganistán. Mi escolta me autoriza a hacer fotografías del país vecino y a merodear por los alrededores. Al rato descubro que no soy el único viajero: en otro vehículo, también escoltados, llega una pareja de japoneses. Estar tan cerca y no poder ni siquiera pisar terreno afgano resulta frustrante. Confieso que la idea de usar un burka como medio de camuflaje ya se ocurrió en ese momento, antes de que dos periodistas extranjeros lo practicaran con motivo de la actual situación bélica. Sin embargo, ni tengo uno a mano ni tampoco me hubiera decidido a cruzar la frontera de tenerlo: demasiado riesgo. Emprendemos el regreso a Peshawar sin efectuar ni una sola parada. Mi escolta, que habla un inglés muy correcto, me dice que hemos consumido más del tiempo autorizado. Este viaje lo realicé en diciembre del año 2000, antes de la invasión norteamericana y de la guerra en Afganistán contra los talibanes. Hoy, cruzar esta zona, es un auténtico suicidio y además no se conceden permisos para extranjeros, dado el alto riesgo.

La tierra todavía se trabaja con los sistemas más rudimentarios

Todas las imágenes: Manuel Dopazo