Foto de Idoia Moll

Recuerdo que él era algo mayor que yo porque estudiaba economía en Alemania, una carrera que no le hacía feliz. Lo hacía sólo por contentar las aspiraciones de su padre. Nos presentó un familiar. Yo aún estaba en el internado. Ese verano quedamos en vernos en casa de Britta Manuela, y surgió el amor.

Regresé a Barcelona y él decidió dejar Alemania y venirse a vivir a un barrio cercano al mío. Cambió todas sus rutinas para poder estar conmigo. Yo no se lo pedí, pero era muy tozudo y fue muy firme en su decisión de dejarlo todo aunque ahora pienso que tal vez aquello nos superó.

Hablamos de casarnos pero yo aun era muy joven y el matrimonio me producía cierta claustrofobia. Durante un tiempo fuimos muy felices, muy cómplices. Él se integró perfectamente en mi familia, se hizo amigo de mis hermanos. Todos le adoraban. Pero un día empezó a sentirse mal y dejó de emitir esa carcajada suya tan característica. Era la risa más contagiosa del mundo. Creo que sentía demasiada presión sobre los hombros. Estudiaba a distancia algo que no le apasionaba, y se negaba a regresar a Alemania aunque probablemente volver allí hubiera sido lo mejor.

Su risa, y su inteligencia eran dos de sus grandes virtudes. Pero esta última, a veces, le jugaba en contra. La inteligencia puede ser un arma de doble filo. La gente más simple vive con menos complicaciones.

No podía liberarse de un conflicto crónico entre quién era, quién quería ser y quién debía ser, y se obsesionaba con ciertas ideas y razonamientos. En aquel entonces yo ya deseaba ser artista. Pero cuando le mostraba mi interés por el arte, en alguna de sus formas, se sentía amenazado. Al principio no podía entender porqué el amor y el arte eran incompatibles. Sabía que algún día aquel interés mío terminaría tomando algún tipo de forma. Pero él se molestaba con sólo mencionarlo.

Un día me sentí atrapada entre nuestra relación, a mi gusto algo endogámica, y mi necesidad de abrirme al mundo artístico. Cuando comprendí que esa divergencia siempre existiría entre nosotros, me distancié de forma irreversible. Entonces la relación entró en una espiral de tristeza infinita.

No sabíamos lo que era una depresión, ni los síntomas, ni cómo combatirla. Lo cierto es que él no hacía más que llorar y verlo todo de forma negativa. Llegó a decirme que ya no sabía ni siquiera lo que sentía por mí. Entonces dejamos de tener relaciones y nos perdimos en un invierno oscuro y frío del que ya no supimos, ni pudimos salir.

Seguí con mi vida, con mis estudios. Y me fui adentrando en el mundo del arte. Empecé a tomar clases de música, danza y teatro. Entre artistas me sentía a gusto porque me reconocía en ellos. Y por las noches, le echaba de menos y le escribía.

Un día me contó que había estado en un psiquiátrico y que los médicos le daban distintos diagnósticos, cada cual más surrealista. Lo empastillaron. Engordó y empezó a tener problemas de vista. Y se puso mucho más enfermo de lo que ya estaba. Probaron con él nuevos fármacos, a ver si alguno le hacía efecto.

Le pedí que se escapara, que saliera de todo ese rollo. Y me puse a devorar libros sobre sicología para ver si se me ocurría alguna buena idea. Busqué tratamientos alternativos. Creo que mi interés por el yoga surgió también en ese momento. Me di cuenta de lo importante que era estar en armonía cuerpo-mente.

Él siempre me escuchó con atención. Y me consta que escapó de todo aquello y que buscó su felicidad. Aunque durante un tiempo le perdí la pista.

Años después volvimos a vernos. Creo que entonces le canté mis primeras canciones, y aunque no dijo nada, sé que se alegró por mí.