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Benidorm, en primera persona

Pepita Calvo Lledó, «La Practicanta»: un corazón por agujas

Empezó a pinchar con sólo 16 años y dedicó más de 30 a todo aquel que requiriera curas, vacunas o analíticas

Pepita Calvo Lledó, «La Practicanta»: un corazón por agujas

Es fácil que, mientras lee estas líneas, recuerde que un día llamó a su puerta en la calle Santo Domingo para pedir que le pusiera una inyección o una vacuna. Quizás, que tuviera que requerir de su servicio porque un familiar se había puesto enfermo y tenía que visitarle de urgencia en casa. En el remoto caso de que no haya sido así, pregunte a alguien cercano y seguro que le cuenta alguna historia relacionada con Pepita Calvo Lledó (La Nucía, 1943), la primera mujer que ejerció como practicante en Benidorm y que a lo largo de 30 años recorrió prácticamente todas las casas del pueblo, junto a sus agujas y grandes dosis de humanidad y de corazón.

Nació la noche de Nochevieja, cuando sus padres, que hacía poco que habían regresado a Benidorm desde Barcelona para recibir el nacimiento de su primera hija, cenaban con motivo del fin de año con sus abuelos de La Nucía. «Mi madre se puso de parto y no les daba tiempo a venir hasta Benidorm, así que fueron a avisar a la comadrona de allí, y se tuvo que dejar la cena y venir corriendo a atenderla. Cuentan que fue un desastre de noche, porque no había ni luz», relata con la simpatía que impregna todo cuanto hace.

La infancia transcurrió como la de muchas niñas del «poble». Fue al colegio con las monjas y después estudió el Bachiller con Doña Maruja y en el Lope de Vega. «Yo no quería estudiar, aunque las maestras le insistían a mi padre en que era buena en los libros. Un día cambié de idea y les dije que estudiaría para ser practicante y comadrona. Puede que fuese porque veía a mi madre trabajar tanto en la tienda que pensara que aquello no era para mí». Regentaba un comercio de salazones; su padre era carpintero. «En casa no había muchos posibles, pero me dijeron que harían el esfuerzo».

Con sólo 16 años, cogió el petate y se marchó a Barcelona a iniciar los estudios de Auxiliar Técnico Sanitario cuando acababa de crearse esta especialidad. Entonces, era poco habitual que las mujeres salieran fuera a estudiar, en beneficio de los hombres. Pero en el caso de Pepa y su hermano Paco, la cosa fue justamente al revés.

Entró en la Escuela Universitaria Santa Madrona por una carambola. «Ya habían hecho el ingreso, pero una chica no pudo asistir porque estaba enferma. Tenían que repetirle los exámenes y me dejaron hacerlos también a mí», rememora. Este primer año, por lo precipitado de su acceso, se quedó sin plaza en la residencia de la escuela. Se estableció en a Vilassar, un pueblo a 24 kilómetros de Barcelona, donde tenían casa sus tíos y desde donde se desplazaba en tren el primer tren de la mañana para llegar a tiempo a las clases, prácticas en hospitales, maternidades, etc.

Su marcha coincidió con la de su novio de toda la vida, Pepe, a Cartagena a hacer el servicio militar, desde donde después sería trasladado a Ferrol. Pero ni siquiera la distancia logró separarlos. Al contrario: «Nos casamos al poco de volver y este año hará 50», cuentan orgullosos.

Tras el primer curso de ATS, aquel verano en Benidorm ya empezó a trabajar haciendo sustituciones de los dos practicantes que ejercían en la época: Calos Farach y Pepe Ivorra. Y lo mismo ocurrió dos años después, ya con el título bajo el brazo. «Era un 18 de julio y estábamos en el cine. Vino a buscarme Pepe, el practicante, y me dijo que quería que trabajara con él todo el verano». Acabado aquel compromiso, a los 20 años, abrió consulta propia en la planta baja del hogar familiar de la calle Santo Domingo. Era 1963. Allí comenzó a pinchar a 10 pesetas la inyección y allí ejerció hasta 1995, cuando «colgó» las agujas coincidiendo con el nacimiento de la primera de sus seis nietos, Carmela.

Nunca trabajó con horarios. Aunque las consultas en casa eran de 10 a 12 y de 18 a 20 horas, también «solía tener una agenda de unos 30 o 40 domicilios al día. Sin contar las urgencias», explica. Y no decía a nadie que no. «Si venían a buscarme a casa de madrugada, y me pedían que fuera a una casa porque se había puesto alguien malo y me necesitaban, ¿cómo me iba a negar?». Recuerda que este peregrinaje para ayudar a enfermos no gustaba demasiado en su familia: «Mi abuela me decía que era un trabajo de hombres, que las chicas estaban en los hospitales y de casa en casa».

Para llegar a todo, siempre contó con su marido como el mejor colaborador: «Él me llevaba en el coche a los domicilios, al cuartel de la Policía o donde fuera, y se esperaba hasta que yo terminara. Aunque muchas veces tuve que llamarlo para que entrara, porque la persona a la que tenía que pinchar estaba nerviosa o si surgían otros imprevistos».

No dejó de trabajar casi ni en vacaciones: «A lo mejor me iba a Barcelona y me hacía una lista. Iba pinchando, pinchando, pinchando y me dejaba para el final la Huerta. Y de ahí, carretera y rumbo». No dejó de hacerlo, ni siquiera, antes y después de los partos de sus tres hijas: Carmen, Isa y Pepa. «En el último, hice la ronda por la clínica de mis primos en La Vila y, cuando terminé, me fui directa a dar a luz». Igual que su marido, las tres acompañaron a Pepita muchas veces en sus urgencias. «A veces no había más remedio y se venían detrás».

De lo que más orgullosa está es de que, en muchos, muchísimos casos, pinchó de manera altruista. «Algunas veces cobraba, pero otras muchas no. No podía porque era como una más de la familia. La gente me abría las puertas y cuando eran situaciones difíciles, en las que sufríamos todos porque había alguien muy enfermo o acababa de fallecer, ¿cómo iba yo a pedir nada? Y lo mismo pasaba cuando había alegrías. No cobré pero tampoco me importaba, porque lo mío era ayudar».

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