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BENIDORM, EN PRIMERA PERSONA

José Miguel Tortosa Llorca, cocinero con raíces

Llegó tarde al mundo de la gastronomía pero ahora abandera una cruzada por evitar que se pierdan los platos más autóctonos

José Miguel Tortosa Llorca, cocinero con raíces

Le gusta recibir a sus clientes y amigos con una impecable chaqueta de chef donde lleva bordado su nombre. Su restaurante, enclavado en la avenida de l'Aigüera donde antiguamente tuvo una tienda de motos, es para José Miguel Tortosa Llorca (Benidorm, 1962) el santuario de una religión que profesa con fervor: la gastronomía. Una creencia de la que es monje y devoto a la vez. «Me divierto mucho cocinando, me lo paso muy bien. Pero comiendo disfruto como un enano. ¿Qué me gusta más? Pues no lo sé, porque esto es como una pescadilla que se muerde la cola», explica.

La historia del José Miguel cocinero arranca hace apenas 13 años, en 2003, cuando decide ya cumplidos los 40 matricularse en una escuela en la Bretaña francesa para aprender a hacer crepes. «Mi idea siempre fue montar una crepería y hacer ensaladas, crepes saladas, crepes dulces y poco más. Pero una vez que empecé en serio, ya aquí en el restaurante, me fui enganchando poco a poco y comencé a evolucionar». Primero, experimentando con la cocina de autor; después, recurriendo a las raíces, a los platos más tradicionales de Benidorm que estaba cansado de ver cocinar a Isabel, su madre, y por los que apenas se había interesado de joven; y, finalmente, a maridar todas estas cocinas hasta lograr un estilo propio.

Los flanes del Sarvacho

Aunque su dedicación a los fogones le llegó en la edad adulta, la vida de José Miguel Tortosa estuvo desde siempre vinculada de un modo u otro a la hostelería. En 1961, un año antes de que él naciera, su familia puso en marcha el ya desaparecido Hotel Sarvacho, que tenía alrededor de unas 60 habitaciones y se levantaba al inicio de la calle Esperanto, a pocos metros de la plaza de la Hispanidad, recuerda. «Mi madre iba todos los días a comprar los productos frescos al mercado con el cocinero. Pero las conservas, por ejemplo, se compraban en Murcia y se hacía un pedido para todo el año».

Sus primeros recuerdos en la cocina dan cuenta de su carácter de buen comedor. «El cocinero un día tuvo una bronca tremenda porque se quejaba de que las chicas del hotel se comían los flanes que tenía preparados en la cámara y dejaban la flanera vacía para disimular. Y le decía a mi madre muy enfadado: "No me importa que se los coman, pero que por lo menos no los vuelvan a dejar ahí". Pues resulta que el que se los comía a escondidas era yo», explica entre risas.

Pegado al hotel, abrió su primer negocio, que tiene que ver con otra de sus grandes pasiones: las motos. La tienda, Motard, se componía de un taller y de una «boutique» donde, además de vehículos a dos ruedas, podías comprar cascos, chaquetas, monos... «En esa época estaba volcado en las motos, pero ya iba preparándome para esto... Si iba a Barcelona a una feria, sabía también dónde tenía que ir a comer y dónde tenía que ir a cenar, a ver y probar».

El cierre del hotel para reconvertirlo en apartamentos a finales de los años 80 trajo aparejado el traslado de su tienda a la avenida de l'Aigüera, «antes de que se construyera el parque y cuando ni siquiera llegaba hasta aquí la línea de teléfono», afirma. Allí pasó página con Motard y comenzó a escribir, receta a receta, el libro de Taíta.

Las recetas de mamá

«Lo que más me gusta cocinar son los arroces y, los que más, los autóctonos de Benidorm: de cebolla y calabaza, el caldoso de boquerones y espinacas, de rape y coliflor...». Su mejor maestra ha sido su madre: «Ella me ha enseñado a hacerlos todos», cuenta, a la vez que explica cómo todavía ahora, a sus 91, sigue haciéndole «entrevistas con una grabadora para que me cuente cómo se cocina esto o aquello. Es una delicia porque es cocina de toda la vida, que no va con gramos, ni con tiempos, sino con "puñaditos", un "chorrito" o un "cuando lo veas bien"».

También se afana en cocinar y, sobre todo, en dar a conocer a los comensales menos dados a la comida autóctona la pebrera talladeta, los tallarines con sangacho o les faves sacsaes, todos típicos de la gastronomía local. «Tenemos que trabajar para que no se pierdan esos platos tan nuestros», mantiene. En esta labor intenta poner su granito de arena organizando varias veces al año cursos para enseñar a sus clientes a guisar los platos más típicos del municipio. «Es muy divertido y la gente se implica muchísimo».

Echa de menos la época en la que Benidorm tenía numerosos restaurantes de prestigio. «El Tiffany's, La Pérgola, El Cisne, La Barca... La época en que la gente salía a cenar en traje y había una categoría que ahora se ha perdido», lamenta. También, la escasez de profesionales en el sector de la hostelería local: «Muchos se hacen camareros porque no encuentran otra cosa, para ganarse un sueldo, pero no porque realmente les guste este oficio. Hay muy pocos profesionales y eso hace que la imagen de la gastronomía local a veces no sea todo lo deseable que debiera».

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