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«No me pongan adjetivos»

Caminaba aquella noche de noviembre por la calle Jorge Juan don Pere María Orts tocado con su sombrero y bien abrigado rumbo a casa. Era tarde. Apenas unas horas antes una breve nota de prensa había anunciado la inminente donación de su colección de arte a la Generalitat. Se sabía de ella, pero no existía imagen alguna. Y él, entonces, gentilmente aceptó abrir las puertas de su solitario y silencioso «castillo» para que aquellos dos periodistas que le esperaban desde hacía horas pudieran tener las primeras imágenes. El impacto fue tremendo. Había de todo.

Decenas de imponentes pinturas, miles de libros; incunables y tapices llenaban las estancias y estanterías de aquella noble vivienda que él, con paciencia, iba enseñando al tiempo que iluminaba sus rincones con luces tenues y modestas.

Así era él. Sencillo, cercano, discreto. Siempre abierto a colaborar. No tenía teléfono «el teléfono marea mucho y a mí me gusta la tranquilidad», confesaba ni usaba tecnologías. Su mundo era otro. Y siempre decía: «Si alguien quiere localizarme sabe cómo hacerlo»

Era don Pere María un erudito, un hombre al que cuando le pregunté si se consideraba un filántropo por aquella donación millonaria y altruista que había realizado a la sociedad valenciana contestó con un modesto: «Por favor, no me ponga adjetivos».

Coleccionaba arte, pero también libros, muebles, porcelanas, artes suntuarias. Tenía centenares de piezas algunas heredadas de su familia aunque muchas se perdieron en la guerra, pero más que fue comprando a partir de los años cincuenta y sobre todo en los sesenta y setenta. Muy bien aconsejado.

«Siempre hice mi colección pensando en que un día la donaría a Valencia. Nunca la consideré mía, sino que me he visto como un depositario temporal», confesaba este hombre de interior humilde que algunos creían de ideología conservadora pero más liberal que muchos de los que se definen como tales. Capaz de decir siempre las cosas por su nombre, sin temores y de mucha paciencia. Amigo de Sanchis Guarner y Fuster y, al mismo tiempo de Attard, en esta tierra tan cainita.

Orts confesaba que toda su colección la hizo buscando aquellas piezas que no pudieran solaparse con las que ya existían porque su labor debía ser la de cubrir lagunas. Por ello, antes de cada nueva adquisición iba a museos y bibliotecas para saber qué había de aquel o este autor, de aquel o este pintor. Luego compraba con discreción sin mirar el dinero ni el valor crematístico. Sólo por el placer de coleccionar

Nunca le gustó la palabra Comunitat Valenciana. Para él éramos un Reino en el que los Borja habían sido como los políticos actuales, o Blasco Ibáñez «su política impidió que en Valencia se creara un auténtico partido socialista» había hecho cierto daño. Pero sobre todo era un investigador de nuestra historia, símbolos y lengua, la misma lengua de la que reconocía estaba indefensa y animaba a usar para no verla nunca arrinconada. «Una lengua es un medio de comunicación; el resto es románticismo», decía, sin embargo, sin titubeos.

No confiaba en exceso en la clase política. Detestaba a quienes que se acercaban a ella para ganar dinero. Creía que la unidad de España supuso la destrucción de la personalidad valenciana, pero, al mismo tiempo, que el nacionalismo valenciano no tenía futuro porque «somos los que estamos aquí y detrás no tenemos a nadie. Los valencianistas somos una minoría, por ello siempre aconsejo a todos aquellos que se sientan valencianas que entren en los partidos mayoritarios para, desde allí, hacer el valencianismo que puedan».

Se ha ido un humanista del siglo XXI. Y aunque a él no le gustaría escucharlo, un filántropo. De los de verdad. Y, como siempre, con discreción.

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