El trabajo de las mujeres, tradicionalmente, siempre ha estado a la sombra. Durante el siglo XX, el trabajo de las rederas, las mujeres que trabajaban y preparaban las redes para que los hombre salieran al mar fue uno de los grandes sustentos de la población. A la sombra del trabajo más visible y valorado, el de los hombres que salían a faenar el mar, las rederas iban tejiendo desde sus patios en casa y una malla económica y social que hizo fuerte la economía de la villa marinera en una difícil etapa de posguerra.

El oficio de las rederas es un empleo extinguido, pero su valor y sus beneficios sociales crearon escuela en Santa Pola. Y es que era una tarea muy cooperativa y solidaria. Así lo recuerdan María Martínez, Rita Lloret y Teresa Juan, o Tereseta «la planxaora», como es más conocida en la villa marinera. «Salíamos a los patios, quedábamos con las vecinas muy pronto para empezar tejer, a lo mejor a las 4 de la mañana. Poníamos las sillas frente a frente, el capazo del esparto con los utensilios al lado y empezábamos a tejer, así se hacía más llevadero. Era una vida muy hermosa, aunque sacrificada», comenta Teresa. «Como había mucha necesidad, cocinábamos unas para las potras, nunca faltaba un plato en casa de nadie y cooperábamos siempre entre nosotras», añade María.

Y es que ellas hacían las redes que sus maridos, padres y hermanos cargaban en los barcos, en los que podían pasar hasta seis meses sin regresar a casa. Las mujeres tomaban el mando en el pueblo y tenían que afanarse para realizar el trabajo que daba el dinero, con las redes, pero también para ocuparse de las casas y los trámites económicos mientras los hombres estaban fuera por largas temporadas. La figura materna era imprescindible en el crecimiento de los pequeños. «Mi hijo me preguntaba que quién era ese hombre con el que me acostaba, porque no conocía a su padre tras pasar tanto tiempo seguido en el barco», recuerda María.

Ellas tejieron redes desde su más tierna infancia. Con 8 años, Teresa ya iba a los talleres a que les encargaran madejas de red con la que confeccionar kilos de bandas, corona o cualquier otra parte de las mallas de pesca. A veces, tenían que hacer hasta 80 kilos de red por semana, que tenían que trabajar a destajo día y noche, con frío o calor; se exportaban a toda España y, muchas veces, acababan en barcos en el norte de Europa para la pesca del bacalao en aguas atlánticas.

El oficio de las rederas se diluyó en Santa Pola con la llegada, a principios de los años 60, del nylon, que supuso la decadencia del cáñamo y se automatizó con maquinas el oficio de tejer redes. Cuando las fábricas cerraron, no quedaron hiladeros de cáñamo. El oficio desapareció y las mujeres tuvieron que dedicarse a la hostelería o a limpiar casas de los veraneantes que llegaban con el nuevo turismo. «Hubo un tiempo en Santa Pola en el que el sector de la pesca lo era todo. No había trabajo de otra cosa, pero ahora ha cambiado», concluye Teresa.

Mujeres fuertes

Aunque a la sombra, las rederas fueron cruciales para el desarrollo de la pesca en la villa marinera, al igual que las veleras, las mujeres que antaño tejían las velas de los barcos. Rita Lloret recuerda la figura de la «abueleta Úrsula», « una feminista a principios de siglo», asegura. Úrsula era una mujer grande, robusta. Se dedicaba a coser velas. Su marido la abandonó y se fue en barco a América para no volver. Ella, con sus hijos a cargo, cogió las riendas del astillero, terreno de hombres, y lo llevó adelante hasta que consiguió encauzar la empresa. «Cuando reunió el dinero suficiente, cogió a sus hijos y se embarcó para traer de vuelta a Santa Pola a su marido, quien ya se había afincado en Uruguay. Cuando retornó ya no había quien lo moviera», recuerda, divertida, Lloret.