Pequeños gestos de un libro y un autor memorables

El boxeador tiene algo de wéstern crepuscular, pues Alfons Cervera se impone el imperioso deseo de devolver la dignidad a sus personajes

Alfons Cervera.

Alfons Cervera. / porJACOBOLLAMAS

JACOBO LLAMAS

El boxeador, de Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947), indigna y sobrecoge por igual. Indigna porque lo narrado no se puede desvincular de lo vivido por unos personajes -en su mayoría con un correlato real- que fueron asesinados, torturados y/o encarcelados por las autoridades franquistas, y sobrecoge porque resulta inimaginable asumir lo que le dice Rogelio a su mujer Luisa tras la guerra -«a lo mejor me meten en la cárcel»- o que Rosario, asesinada por los civiles bajando del monte, relate en primera persona su propia muerte: «Alguien tendrá que contarlo todo, los nombres de los muertos, pero también los nombres de los asesinos. Yo ya no siento nada».

Varios de los personajes y textos resultarán familiares a los lectores del escritor, porque ha construido todo un cosmos libro a libro. Aquí ese universo se llena de pequeños gestos que hacen más significativas historias conocidas -como la de la trompeta del payaso Charly, guardada por Agustín, el nieto de Luisa y Rogelio- y convierten en héroe a Jacinto, que entrega a Román una pelota de cuero, y en heroína a Lola, que recibe de Román la tela del saco de boxeo con el que Esteban Ventura enseñaba a pelear al propio Román y a Rogelio y Angelín: «Un día dijo que golpeásemos el saco como si fuera la cabeza de un fascista».

Los detalles reflejan a su vez el paso del tiempo, el debilitamiento de la memoria de unos personajes que se resisten a olvidar, aunque, como Angelín, frisen los 90 años: «Dicen que lo mejor es hacer como si lo que pasó no hubiera pasado. […] El pasado nunca acaba de pasar del todo y a todas horas hay algo que nos lo recuerda». Tampoco se resignan al olvido Agustín y Lola, los dos jóvenes que heredan objetos del pasado. Dice Lola: «Aquí [en Los Yesares] mucho hablar del castillo y el tiempo de los moros, pero de la guerra y de lo de después de la guerra chito callando». Para sugerir el paso del tiempo, Cervera reduce a lo esencial las historias, las decanta con la maestría de quien lleva casi 30 años escribiendo sobre su tierra y sus gentes, sobre Román, su alter ego en El boxeador, que toma el testigo de Sunta en El color del crepúsculo (1995) y de Vanessa Roquefort en Aquel invierno (2005).

Los fragmentos de El boxeador pueden leerse como cuentos: al que comienza «en la cueva de Royopellejas» se le podría añadir incluso «[érase una vez] en la cueva de Royopellejas […]»; el cierre no admite, en cambio, el «y fueron felices y comieron perdices»: «Al que sí fusilaron fue al abuelo de Pitera, pero eso seguro que ya lo ha contado alguien y no hace falta que lo repita aquí como si fuera un papagayo». El libro adquiere de este modo una dimensión coral superior a la de otras novelas de Cervera y evidencia la conflictividad del presente. Esto se aprecia más a partir de la mitad. Luciano: «Qué mentira es esa de que una guerra no la gana nadie. […] Los fascistas no tenían compasión. Lo único que tenían eran ganas de vengarse, de quedarse con nuestras casas y si podían también con nuestras mujeres». Angelín: «Hace dos o tres años, el presidente del Gobierno se mostraba orgulloso de negar las ayudas necesarias para llevar a cabo las exhumaciones».

Pese a todo, se impone el imperioso deseo de devolver la dignidad a personajes como Guadalupe, Rosario, Rogelio, Esteban, Jacinto, quizá por última vez; por eso la obra tiene algo de wéstern crepuscular, de regreso final a esos seres, lugares y relatos; algo imposible para Román y muchos otros exiliados.

Por lo demás, argumentos y asuntos vienen de lejos, de El color del crepúsculo, primera novela del ciclo de Los Yesares, pero el estilo debe más a libros recientes como Esas vidas (2009), Otro mundo (2016) y Claudio, mira (2020). Con El boxeador, culmina el proceso de refinación y ajuste de las técnicas vanguardistas y posmodernas de sus primeros libros a la denuncia del horror de la represión franquista al afinar tensión metanarrativa, lirismo e intimismo. Sin duda, un referente de la narrativa de la memoria y de la novela corta en la España de las últimas décadas.