Aitor Francos (Bilbao, 1986), que ha incluido sus versos en revistas como Turia, Ex Libris, Piedra de Molino o Nayagua, ha publicado, hasta la fecha, tres libros de poemas, Las fuerzas útiles (2008), Igloo (2011) y Un lugar en el que nunca he escrito, aunque ya se encuentra en la parrilla de salida su siguiente poemario, Libro de las invitaciones. Además, es colaborador habitual de Zurgai y de la revista electrónica Koult. Francos no es un autor que busque complacer al lector de poesía, sino un poeta que busca cierto experimentalismo, tanto en la forma como en el contenido de sus versos. Así, lo más llamativo de Un lugar en el que nunca he escrito es que se trata de una colección de sonetos en endecasílabos blancos. En cierto modo, supone un triple salto mortal sin red, ya que el soneto, aunque sea en endecasílabos blancos, es un asunto serio para la poesía.

De todas maneras, Aitor Francos sale airoso de este pie quebrado autoimpuesto, y no solo eso, sino que Un lugar en el que nunca he escrito supone un paso adelante en su trayectoria poética, ya que ensaya nuevas formas sin renunciar a sus rasgos de estilo y a sus motivos recurrentes. El volumen, que va precedido por citas de José Fernández de la Sota, Martín López-Vega, Antonio Cabrera y Bertolt Brecht, se divide en tres partes. La primera, introducida por versos de Jesús Jiménez Domínguez y Jesús Aguado, consta de veinticinco composiciones (todas son sonetos, si bien hay dos dípticos).

Bilbao es uno de los espacios privilegiados de esta serie de poemas. Muchas de las composiciones adoptan la forma de monólogos, como ocurre en Pharronida («Una vez más, fingiendo pormenores, / se me pasó la edad del entusiasmo, / mi vida fue discreta y entrañable, / trasnoché más de lo conveniente y / de lo que aconsejaban los excesos»), pero también en Rapsody, Vaudeville inglés y Progresión aritmética. Además de la presencia de la ciudad y de ciertas referencias a lecturas y a películas, hay una preocupación constante por el propio oficio de la escritura, fundamentalmente poética, como se puede comprobar en los versos de Mesa de estudio y Efigie de humanista con confeti: «Tenerlo todo será tener nada. / Me temo que no pasaré de ser / un mediocre poeta provinciano».

La segunda parte, que se abre con sendas citas de Pessoa y Lao Tse, ahonda en los mismos temas que la primera; la escritura, las musas, el cine y el Café Gijón se dan cita en los versos de estos veintisiete sonetos. Resulta muy interesante Práctica oral, en el que habla de los distintos soportes en los que puede almacenarse un mismo poema: «Este poema estuvo en un disquete, / en una unidad de disco duro, en / un pendrive y en un turbio satélite / ruso. Cambió de formato hasta ser / un definitivo PDF (y / una copia en Word, esa que no falte)». La ironía es otro de los elementos fundamentales de Un lugar en el que nunca he escrito, tal como queda reflejado en la primera estrofa de Ultimi barbarorum («Me reprocho a menudo lo que leo, / el objeto que es en sí mismo el libro / entre las manos. Por eso he sentido / el apremio de la publicación») y en los versos finales de Bibliomanía, con los que se identificarán muchos de los lectores: «Ya adquirí libros suficientes como / para no conseguir leerlos nunca».

El volumen se cierra con una tercera parte que incluye tan solo siete piezas. Hay en esta serie de sonetos el retrato de un yo al que ya hemos conocido de forma fragmentaria a lo largo del volumen. Como ya ocurría en Igloo, en Un lugar en el que nunca he escrito Aitor Francos traza un mapa en verso de correspondencias inauditas y relaciones inesperadas, y todo ello con la ciudad de Bilbao como paisaje de fondo: «No se resistirá el ladrillo de Basurto / a los poetas del Nervión que no hablen / inglés...»