Le llamaban Filiberto García y su carácter hosco y descreído, su frialdad y ligereza para apretar el gatillo, se había forjado en los tiempos de una Revolución Mexicana de la que solo sacó en limpio su condición de matón y sicario a sueldo de la policía. En 1969 su Gobierno había olvidado los sueños igualitarios que solo se escuchaban ya en los viejos corridos. Y el país, su país, estaba dirigido por burócratas de manos tan aparentemente limpias como sucias eran sus conciencias. «Máteme usted a ese jodido pinche», le decía a Filiberto García su comandante «pero no me deje un mal rastro hasta este despacho». «Y en caso de que le descubran -añadía el ministro de turno- ya sabe: es cosa suya. Olvídese de nosotros».

Así nació Filiberto García el año de 1969, protagonizando una novela de Rafael Bernal (Ciudad de México, 1915- Berna, Suiza, 1972) titulada El complot mongol y considerada, hoy día, como el hito fundacional de la novela negra mexicana, compartiendo tal vez este honor con Rodolfo Usigli, el autor de Ensayo de un crimen o la vida criminal de Archibaldo de la Cruz. Pero si esta última novela se ganó el pasaporte a la posteridad gracias a la versión cinematográfica que hizo Luis Buñuel, El complot mongol, ignorada por la crítica oficial, poco favorecida en el país, debido a la ausencia de su autor cumpliendo labores diplomáticas, se sumió en esa especie de letargo, de muerte latente, de la que solo se sale gracias al apoyo de una serie de fanáticos y escogidos lectores: esos tipos que crean las «obras de culto» a través del boca a boca y acaban tejiendo las leyendas. El complot mongol, perdida durante muchos años, descatalogada, se convirtió en un lectura deseada, pero imposible, por parte de los amantes del noir en lengua castellana, hasta que el año pasado Libros del Asteroide la rescató del silencio, acompañada de sendas notas reivindicativas: un prólogo de Yuri Herrera, con su prestigio de joven y prometedor autor, y un posfacio de Élmer Mendoza, uno de los talentos más destacados de la serie negra en México. Demasiados anzuelos para que este cronista, amante del género, no fuese con las fauces abiertas hacia el apetitoso cebo.

El complot mongol sabe a pulp por los cuatro costados; a ese tipo de relato directo, sin aparentemente, pretensión literaria alguna, que se escribe para hacer pasar un buen rato a los lectores sin muchas exigencias, pero que saben exactamente lo quieren: entretenimiento y emociones sin cuento. Dejémonos de parafernalias fundacionales. Escrito con enorme vigor, cuenta una historia casi imposible por lo simple y naif de su argumento: la trama de un supuesto atentado contra el presidente de los Estados Unidos en su visita a México, perpetrado desde la China comunista. Filiberto García, junto a un agente de la KGB y otro del FBI, han de impedir el magnicidio. Una trama sin recovecos, sin el trasfondo de sólidas investigaciones sobre la cuestión política que puede subyacer en el asunto para dotarlo de verosimilitud, como ocurre en las novelas actuales. Hasta aquí, pura novelita de Bruguera, años cincuenta del pasado siglo. Solo que Bernal se revela como un escritor de raza, sin complejos, y mediante la argucia narrativa de utilizar la tercera persona para introducirnos en la trama y la primera -la voz de Filiberto- para matizarla, nos traza un cuadro sorprendente de la realidad social de su país, repleto de sarcasmo, violencia,humor negro y una pizca del romanticismo que subyace en todo buen relato negro. Una novela que acaba sorprendiendo precisamente por su desnudez y que se convierte en paradigmática por su respeto a las claves más preclaras del género y al lector que la lee en el autobús, camino del trabajo. Filiberto García, es un pedazo de personaje como Marlowe y Spade y sus soliloquios la letra de un corrido escrito en colaboración con Sam Peckinpah. Valió la pena recuperar al señor Bernal y sus mongoles.