La primera de las «chicas malas» de mi infancia cinematográfica poseía una belleza turbadora y una irresistible vocación de peluquera. Se trataba de Hedy Lamarr que, convertida en la bíblica Dalila, conducía al pobre de Sansón a perder su cargo en la judicatura y a morir sepultado en el templo maldito de los filisteos. Cosas de don Cecil B. de Mille. Hubo, por supuesto, más «chicas malas» en mis inicios como espectador, dotadas, todas ellas, de una inquietante hermosura: Barbara Stanwick con aquella pulsera en el tobillo que causaba la ruina del panoli de Fred Mac Murray en Perdición de Billy Wilder, Bella Darvi convirtiendo a Edmund Pourdum en un triste embalsamador en Sinuhe el egipcio, o Lana Turner llevándose al infierno, asido a su ceñido jersey de cuello de cisne, a John Garfield en El cartero siempre llama dos veces.

Belleza y maldad, en aquellos tiempos infantiles, parecían caminar siempre de la mano, a mayor gloria de la moralina más rancia y conservadora, aquella que consideraba lo bello como una incitación hacia los mórbidos y condenables apetitos de la sensualidad. Incluso las malvadas brujas de los cuentos, antes de serlo y dedicarse a la venta de manzanas, siempre fueron guapas de morirse por obra y gracia de Walt Disney, hasta el punto de propiciar un auténtico embrollo en la casuística de los buenos confesores: «Padre, me acuso de haber soñado con Dalila y con la madrastra de Blancanieves». «Hijo, deberías haber ido a ver Bambi».

Con el trascurso del tiempo la cosa fue cambiando y apareció otra clase de «chicas malas», destinada más que a la destrucción de los hombres, a la redención de su misoginia y a salvarlos de una sexualidad muy parecida a la del Bugs Bunny. Claro, que, antes de esto, las pantallas se llenaron de «chicas traviesas» a lo Katherine Hepburn, sacudiendo las aburridas meninges de Cary Grant en La fiera de mi niña, la misma Barbara Stanwick quitando el polvo a la levita académica de Gary Cooper en Bola de fuego o Paula Prentiss induciendo a Rock Hudson a la pesca del salmón salvaje en Su juego favorito.

Sin ánimo de sentar cátedra, uno piensa que fue Melanie Griffith, con sus rotundos y espléndidos treinta años, quien dio carta de naturaleza a la «chica mala» actual, poniendo los cimientos de una nueva modalidad genérica. Ocurrió en Algo salvaje de Jonathan Demme, allá por 1986. Melanie, en esta cinta, haciendo de morena y rubia, como la perdición de don Hilarión, traviesa, irreflexiva y adúltera para más inri, se dedicaba a pervertir a un yuppie buenazo y pasmarote encarnado por Jeff Daniels, rompiendo su vida rutinaria y llevándolo por el mal camino, sin otro castigo que el hallazgo de la felicidad entrevista en el cuartucho de un motel. Una revolución, si lo pensamos bien, que aparecía con el formato mistificado de una comedia, un thriller, y, si me apuran, una road movie, tal vez porque no había otra manera de tratar el asunto. Sobre todo, a partir del momento en que aparecía en escena el «hombre» de la «chica mala»: un Ray Liotta con brotes psicóticos y asesinos que rompía el aire inicial de screwball comedy anunciando una tragedia.

Que Algo salvaje creó escuela, no deja la menor duda. El lector puede revisarla, echando una ojeada, también a Oscura seducción de Jez Butterwolt (2001) y Miranda de Marc Munden (2002). Dos extrañas películas que no dejan de sorprender a lo largo de todo su metraje. El esquema es idéntico. En la primera, la «chica malísima» es Nicole Kidman seduciendo al panoli de turno, Ben Chaplin, un probo empleado de banca, que desconoce la relación de la joven con un mafioso ruso: Vicent Cassel. En Miranda, la vampiresa es la inquietante Christina Ricci, encargada de volver del revés la existencia de un tímido bibliotecario, John Simon, que se encontrará con un rival sádico dedicado a los grandes negocios: Kyle MacLachean. En todas, al final, se comen perdices y la rancia moralina se va a freír espárragos, contribuyendo a que a muchos espectadores varones se les atragante este cóctel con mujeres bellas, resueltas e independientes, llevando la batuta en las complicadas relaciones amorosas.