La crisis económica que sacude el mundo está contagiando a la pantalla de cine de sombras nihilistas. Como las que muestra Paul Thomas Anderson en The Master (2012), retrato de un ser a la deriva entregado con desesperación al alcohol, al sexo y a la fe manipuladora. La temporada pasada quedamos conmovidos por esa elegía romántica en torno a la disolución individual y cósmica que proponía Melancolía (Lars von Trier); asistimos a ese cielo lleno de nubes y tormentas apocalípticas que obsesionaba al protagonista de Take shelter (Jeff Nichols); y también fuimos espectadores de la disipación existencial que padece el protagonista de Shame (Steve McQuenn), fruto de su patológica adicción sexual.

En El caballo de Turín (2011) el nihilismo de Nietzsche contagia la atmósfera en que viven sus personajes. Su director, Béla Tarr, que ha anunciado tras esta película su retirada del cine, parte de una escena de la vida del filósofo, narrada con una voz en off sobre fondo negro: en 1889, en una plaza de Turín, Nietzsche se lanza llorando al cuello de un caballo maltratado por su cochero. Este suceso marcó el inicio de su derrumbe psíquico. Tarr abandona entonces al filósofo y se centra en la vida cotidiana del cochero, su hija y el propio caballo. El viento persistente les mantiene recluidos en casa durante varios días, como si la crisis de Nietzsche hubiese impregnado de oscuridad el mundo. Lo interesante de esta película es la renuncia de su director a elaborar un discurso, se limita a filmar, sin apenas diálogos, el vacío que va apoderándose del paisaje que rodea a sus abúlicos personajes: "un gran viento sopla entre los árboles, y por todas partes caen al suelo frutos -verdades", escribió Nietzsche.

En Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), adaptación de la novela homónima de Don DeLillo, se aborda la crisis económica. Tal y como anuncia un cartel que aparece en la película: "un espectro recorre el mundo: el fantasma del capitalismo". Un brooker encerrado en su limusina recorre Nueva York mientras el estallido social y político acontece tras la ventana de su coche. Si en su anterior película, Un método peligroso, Cronenberg recurrió a Freud, en ésta invoca a otro "maestro de la sospecha", Marx, para comprender la crisis actual. "El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal y como le sucediera a la pintura hace ya tiempo", le dice una asesora al protagonista. La ausencia de racionalidad y sentido sitúa al capitalismo en una fase de abstracción nihilista, como el cuadro de Rothko que aparece al final de Cosmópolis.

A excepción de Cosmópolis y del cine militante más comprometido (Loach o el último Costa-Gavras, El capital), en la mayoría de estas películas, de tintes apocalípticos, la crisis económica queda fuera de plano. Es el caso también de Holy Motors (Leo Carax, 2012). Oscar, su protagonista, se escinde en una serie de vidas independientes: mendiga, padre, amante, vagabundo o asesino son algunos de los rostros que van adquiriendo a lo largo de la película. La odisea de Oscar atraviesa en un solo día todas las posibles condiciones existenciales: edad, sexo, moral, etc. Y, sin embargo, esa pretendida identidad total, construida como una amalgama inconexa de fragmentos, se revela como un yo vacío y fracturado.

Una infinidad de máscaras oculta la verdadera identidad del protagonista de esta película extrema, capaz de provocar en el espectador sentimientos encontrados, pasando, sin apenas pausa, de la irritación y el malestar al fugaz deslumbramiento ante algunas de sus imágenes bellas y libres. Al igual que Cosmópolis, la historia transcurre en un único día, mientras una limusina recorre las calles de una ciudad, en este caso París. La vida de Oscar parece ser la de un actor que ha hecho del mundo su nuevo escenario, ha desbordado la pantalla en busca de "la belleza del gesto", tal y como declara en una escena. Pero, ¿por qué esa necesidad de traspasar la imagen? Ya no es posible soportar una imagen sin vida, sin arrebato. ¿Qué sentido tiene seguir mirando si lo que vemos es trivial y previsible?

El prólogo de Holy Motors plantea una reflexión sobre el futuro del cine. El propio Leo Carax despierta de un sueño y una puerta oculta de su dormitorio le conduce a una extraña sala de cine donde los espectadores ya no miran. ¿Están dormidos? ¿O muertos? "¿Y si nadie quisiera ya mirar?", se pregunta. En este sentido, Holy Motors alerta sobre el prematuro envejecimiento del séptimo arte, sobre su creciente crisis de creatividad y vitalidad. Y aunque este espectador no acierta ver en esta película el futuro del cine, sí que ve en ella el grito desesperado que reclama un nuevo inicio, una ruptura que devuelva luz e intensidad a una mirada cansada.