Nacido en 1933 en Beneixama y muerto en Villena en 2008, el nombre de José Navarro Ferrero no resultará familiar más que al círculo reducido de expertos en pintura valenciana de la segunda mitad del siglo XX. De todos modos, creo que a él no le hubiera importado mucho, tan poco pagado como estaba de sí mismo y tan alejado de la feria de las vanidades con la que a menudo se confunde la vida artística.

Pocas veces he conocido a alguien no diré con tan rica vida interior, sino con una vida interior... tan verdaderamente interior. Cuando comencé a tratarlo, él ya cultivaba con esmero el arte de no decir ni siquiera lo justo. Ejemplo de lo que alguna vez he llamado "retórica al revés", consistente en decir callando, Navarro Ferrero era refractario a la verborrea y a los excesos gestuales, y se concedía muy pocas expansiones. Sin embargo, esas pocas excepciones a su laconismo sorprendían, además de por su carácter inhabitual, porque nos permitían asistir a las manifestaciones explosivas de una tormenta por lo común represada en el claustro inaccesible de su intimidad, pero que un día rompía todas las esclusas para verterse fuera, ya sin orden ni concierto. Cuando ello sucedía, uno tenía la sensación de haber hollado en un sagrario, pues ya dijo el poeta que donde hay dolor hay tierra sagrada. Y eso, el dolor provocado por una sensibilidad exacerbada, era lo que se alcanzábamos a ver, aunque no termináramos de saber la causa. Luego sucedía el retorno a la normalidad: cerradas otra vez las puertas, se hacía el silencio.

Por entonces, la imagen de Pepe Navarro oscilaba entre el cartujo, casi como nos los presenta Zurbarán, y el Quijote que imaginó Doré: el uno, por macerado en el silencio y confundido con los utensilios y los pliegues geométricos de aquellos refectorios monacales; el otro, por su talante vertical, su barba apuntada, su mirada como situada un punto más allá de las cosas del mundo. Hacía algunos años que había llegado como profesor de dibujo, en los inicios de su madurez, al instituto en que nos conocimos, luego de haber vadeado los ríos de la vida: los estudios de Bellas Artes en San Carlos de Valencia, su participación en el Movimiento Artístico del Mediterráneo, su conocimiento de Eusebio Sempere en París, su trabajo como diseñador en Palma y otros lugares, los trabajos y los días de un esposo y padre de familia...

A lo largo de los años mantuvo el contacto con el sacerdote Alfonso Roig, a quien conoció durante su etapa de formación en Bellas Artes. El padre Roig, hombre culto y crítico de arte, era una isla de humanismo en el ambiente costroso de la posguerra valenciana. Aunque oficialmente fue su profesor de "Liturgia y Cultura Cristiana", en realidad ejerció con Navarro Ferrero la labor mucho más abarcadora de mecenas espiritual y de verdadero maestro. Él le imbuyó aquel espíritu de Kandinsky, el iniciador de la abstracción lírica, reflejado en De lo espiritual en el arte, una especie de breviaro para don Alfonso. Y, en efecto, toda la obra de Navarro Ferrero, cuyas modulaciones estéticas iban por la vía del simbolismo y habían recogido los ecos del Modern Style, se explica a partir de dos o tres principio básicos vinculados al espíritu de Kandinsky: el verdadero paisaje del hombre es el que habita en su interior; el arte es una vía contemplativa, en la que el artista expresa el alma de las cosas frente a la cosificación y el materialismo; el camino más fructífero consiste en dejarse guiar por el soplo de la intuición, en una recreación de la "docta ignorancia" de los místicos.

No lo sé a ciencia cierta, pero supongo que debió de influirle mucho la estética de los prerrafaelitas y su círculo intelectual, pues coincidía con ellos en su rechazo del arte industrializado (John Ruskin) y la exaltación del trabajo artesanal (William Morris), por no hablar del espiritualismo morboso de Millais o las estampas bíblicas de Hunt..., aunque no compartiera con ellos esa postura galante que derivaría en el Art Nouveau. Su mundo estaba habitado por una nostalgia del absoluto que a los prerrafaelitas les condujo a inventarse una Edad Media bañada en el espíritu, y a él a perderse en un laberinto de ritos, arabescos, volutas, rosetones, vitrales que tamizaban la luz de la realidad, como un eco de la caverna platónica: expresiones todas ellas de ese Dios relojero que construye el Orden a partir de la selva primigenia del Caos. Luego vendría un arte estrictamente geométrico, que jugaba con los trampantojos visuales y las formas depuradas y desprovistas de referencias figurativas, que nutrieron su exposición en la Casa de Cultura de Villena Tramas, trepas y bolas, en 1995.

En estos días, en fin, puede contemplarse la obra de Navarro Ferrero, hasta el próximo 11 de octubre, en la Sala de Exposiciones del Club Información: una sala convertida temporalmente en un recinto litúrgico.