El cine, dicen los expertos, posee propiedades terapéuticas. Contra cualquier enfermedad, la píldora de una película, sabiamente recomendada, puede curarnos el mal, o, cuanto menos, aliviarlo. Nancy Peske y Beberly West escribieron un libro sobre el asunto que, aunque excesivamente elemental, puede servir de "vademécum" para casos urgentes y a falta de un facultativo en casa: Cineterapia avanzada (Ediciones Vergara)

No es un invento nuevo. Hollywood siempre supo de las propiedades curativas que poseían sus películas. Durante la Gran Depresión que siguió al "crack del 29", o sea, a lo largo de la década de 1930 y años sucesivos, los grandes estudios no se limitaron a dejar constancia de los efectos de la catástrofe económica, que, fotografiada en blanco y negro, parecía todavía más terrible, sino que trataron de buscar soluciones al asunto. John Ford nos dejó un clásico sobre la época inspirándose en John Steinbeck: Las uvas de la ira (1940). En su descripción de la miseria de los trabajadores, expulsados de sus propiedades y puestos de trabajo, con la casa a cuestas a bordo de destartaladas camionetas, propuso la solución de la toma de conciencia política y social para salir del atolladero. King Vidor en El pan nuestro de cada día (1934) para escapar de las garras del capitalismo, se aferró al recurso del socialismo utópico, apostando por el regreso a las comunas y falansterios. Preston Sturges en Los viajes de Sullivan (1941), tras echar una ojeada a la miseria que, a todos los niveles, se adueñaba del país, descubrió que el cine de "humor", que provocaba la carcajada en los centros de acogida y locales de beneficencia, era un rápido emplaste para olvidar las desgracias. Y Frank Capra, pidió fe al noble pueblo americano. En su película ¡Que bello es vivir! (1946) recurrió a la llegada de un ángel para salvar del desastre a la pequeña compañía de empréstitos que dirigía un atribulado James Stewart.

M.C. Cooper y E.B. Schoedsack, fueron más bruscos y determinantes en su King Kong (1933)."Si os lamentáis de la falta de pan y hamburguesas -intentaron decir- todavía puede ser peor la llegada de un simio gigante a Nueva Cork". La Universal, también comprendió el asunto del mismo modo y sacó a pasear a sus monstruos más terribles por todas las pantallas del mundo. Y la Warner optó por la denuncia y la moralina, con sus películas de gansters: "la crisis es horrible y ha dado lugar a estos malvados; pero mirad como al final todos caen bajo el peso implacable de la justicia y de esa máquina de rizar los cabellos que se llama silla eléctrica".

Pasada la gran debacle, el cine, que nunca olvida, ya en color y cinemascope, continuó, de vez en cuando, recordando aquellos tiempos amargos. Sydney Pollack en Danzad, danzad, malditos (1965) dibujó la metáfora de los desheredados, convertidos en marionetas, que bailaban sin cesar en una maratón para poder comer. Arthur Penn en Bonnie & Clyde (1967) insistió en lo mal que acababan los chicos antisistema que odiaban a los bancos. Robert Aldrich en El emperador del Norte (1973) nos contó los peligros de viajar en tren sin paga el billete; e incluso, Woody Allen, en La rosa púrpura de El Cairo (1985), que tanto gustó al personal bienpensante, metió a Mia Farrow en la pantalla de un cine, para que bailase las melodías de Irving Berlin y se olvidase de las míseras condiciones de su hogar y el maltrato que le proporcionaba un marido alcohólico.

El libro terapéutico de Peske y West fue escrito en 2002. Buenos tiempos para la lírica. Aún creíamos en la eternidad de la sociedad del bienestar, porque nos mirábamos mucho el ombligo y pensábamos que películas como Ciudad de Dios (2002) de Fernando MeirellesGomorra (2008) de Matteo Garrone, eran títulos de ciencia ficción. La industria de Hollywood, a diferencia de los economistas que asesoran al señor Rajoy, apenas si ha reaccionado en torno a las consecuencias del desastre financiero actual. Y lo mismo ocurre en otras cinematografías, todavía perplejas. A falta de un medicamento genérico más actual, mientras observo a mi hija adolescente, y pienso en el panorama que le espera, esta noche voy a meter en el video Camino a la perdición de Sam Mendes, con la esperanza de que la niña -toco madera- no lo pase tan mal como el jovenzuelo de la película. El que no se consuela, es porque no sabe recetarse.