Pertenezco a ese tipo de personas que, antes de iniciar un viaje al extranjero, procura hacerse con un equipaje de información, que le sirva para saber si ha de cargar con los palos de golf o, si resultará más útil, conocer los conductos burocráticos para obtener una extradición rápida y gratuita. Guías, libros, ensayos y, últimamente películas, constituyen el bagaje erudito que instalo en mi cabeza a modo de sombrero, multiusos, de boy scout. No siempre, esta suerte de avisos y referencias, cumplen con eficacia su cometido. Y, una vez en el lugar de destino, compruebo, con sobresalto, que olvide la gabardina, o que, en realidad, los conocimientos sobre arquitectura gótica de la ciudad y su planimetría urbana, no me sirvieron para nada, ya que me dediqué a observar los edificios neoclásicos y anduve extraviado, la mayor parte del viaje, caminando, como vulgarmente se dice, a la muy mala de dios.

Para visitar Nueva York, por lo tanto, di buena cuenta de cuantas guías cayeron en mi mano y recurrí a uno de esos utilísimos planos, que, sobre todas las ciudades del mundo, edita Sin fronteras. Como se trataba de un viaje planeado a largo plazo, tuve ocasión de revisar algunas de esas obras clásicas que, coja usted el avión, o prefiera no moverse de la butaca de su salón, resultan gratamente amenas e instructivas y sirven para sorprender a sus compañeros de aventura. A saber: Un año en le otro mundo de Julio Camba, Manhattan cocktail de Ángel Zuñiga y New York de Paul Morand. Y manejé, por descontado, obras más recientes, como Historias de Nueva York de Enric González, o Una ventana en Manhattan de Muñoz Molina y Nueva York, el deseo y la quimera de Alfonso Armada. Libros, estos dos últimos, que pueden situarse dentro de esa modalidad de "viajes de autor", que responden al propósito de tratar de captar la "metafísica" de un lugar o de ajustarse al esquema de "el Nueva York que nadie conoce, excepto yo". También me sumergí en un best seller, entretenidísimo -y, como no, denostado por los críticos de ceja alta- que novela la historia de la Gran Manzana y logra hacerla comprensiva al más lerdo de los lectores: Nueva York de Edward Rutherfurd. Un pecado imperdonable.

Ya saliendo del cielo de Madrid, atribulado por saber si, en caso necesario, sabría colocarme la máscara de oxígeno o me pondría a respirar por el tubo del salvavidas, me colé en las páginas de un libro estupendo, escrito por el alicantino Gaspar Tato Cumming, que me había prestado mi amigo Emilio Soler: Nueva York, un español entre rascacielos (1945). Una auténtica joya, por su amenidad y gran poder de observación, que, no acabo de entender como no ha sido reeditado por algunas de nuestras instituciones culturales, o por la Universidad, bajo el amparo y cuidado de algún departamento de geografía humana o de la más reciente licenciatura de Turismo. Aunque, después de sus sesenta y cinco años de existencia, no puede utilizarse, para buscar determinado puesto de hamburguesas, o saber cual es el teléfono de Julia Roberts, el valor histórico que ha cobrado el texto, lo hace imprescindible para un conocimiento cabal de cuanto hoy continua siendo el auténtico e inconmovible "espíritu" de la ciudad, apenas si alterado por los avatares del tiempo.

En lo que a un servidor respecta, la visita a la Capital del Imperio, se vio marcada, nada más pisar Times Square, por el anuncio, en uno de sus luminosos, de la muerte de Bin Laden. ¿Ascendí al Empire State Building? ¿Me perdí en el Harlem profundo? ¿Me arriesgue entre las multitudes que visitan el Metropolitan Museum o el Moma? ¿Aspire el aire bohemio del Soho y Greenwich Village?. Nada de eso. Tras vender los palos de golf, me fui al The Oak Room que es el bar del Hotel Plaza y, allí me deje seducir por las historias del barman, Orlando Rivera, que a sus setenta años, recuerda, como si fuese ayer, anécdotas de sus antiguos clientes: Buñuel, Capote, SinatraÉ. Visité el bar Algonquin, donde se reunía Dorothy Parker con los bebedores de la Tabla Redonda, el East River Café, bajo el puente de Brooklin, y me compré un sombrero en la calle 42. A mi regreso a España, hice una hoguera con las guías y libros de viaje y me puse a escribir un interesante opúsculo que, espero, se convierta en un superventas: Seis días en la Gran Manzana: el Nueva York que no conocen ni los propios neoyorquinos.