Semanas atrás, discutía con un buen amigo mío sobre el actual momento de la sociedad valenciana. Afirmaba mi amigo -hombre de profundas convicciones socialistas- que la sociedad se ha vuelto más conservadora al lograr un mejor nivel de vida. Eso explicaría, a su juicio, que en la Comunidad Valenciana se votara una y otra vez a la derecha, pese a la insolencia y el descaro de la corrupción. Es probable que mi amigo tenga razón, y la sociedad de hoy sea más conservadora que la de veinte o treinta años atrás. Es evidente que el mundo cambia, aunque de manera más lenta de lo que solemos creer. En cualquier caso, ¿bastan las razones económicas para explicar nuestro conservadurismo?

Esta radiante mañana de abril, camino del trabajo, me encuentro, frente al Museo de la Universidad de Alicante, con unas piezas de gran tamaño, construidas con desechos de material eléctrico y ferroviario. Son unas obras simples, rotundas, concebidas para provocar la admiración del transeúnte. Nos veríamos en un apuro si tuviéramos que encontrar en ellas alguna de las razones que hacen de la escultura un arte pleno de sutilidad. Estas obras no pretenden modelar un espacio, ni crear unas tensiones: tras provocar, en un primer momento, el asombro, quedan mudas, exánimes, incapaces de dialogar. No son un producto de la inteligencia o la sensibilidad, sino que responden a esa moda de lo singular ahora tan en boga. Lo que les otorga el carácter de arte no es su propio valor, sino el lugar donde se muestran.

¿Por qué el museo de una universidad decide exponer unas piezas que rechazaría cualquier persona de gusto formado? Algo ha debido ocurrir para que estas cosas sucedan y las aceptemos sin incomodarnos, como algo común. En una irreflexiva carrera para escapar del conservadurismo, la universidad se ha vuelto más y más conservadora. Estas paradojas suelen producirse en ocasiones. En La felicidad de los pececillos, Simon Leys se pregunta: "¿Cómo se podrían estudiar, por ejemplo, la literatura y las artes sin una referencia a la noción de calidad literaria y artística? Sin esa referencia, los dibujos animados de Superman y los folletines sentimentales de Barbara Cartland constituirían un tema de estudio tan válido como las obras de Shakespeare y de Miguel Ángel". En eso estamos.

Hemos extendido la democracia al arte, y ahora pretendemos que el sufragio universal decida el valor de la obra. Pero, el arte, por su propia naturaleza, no puede ser democrático. Existen, claro está, los vaivenes del gusto porque las personas necesitamos la ilusión de creernos diferentes. Sin embargo, sería erróneo extraer de ello que los valores artísticos son completamente relativos. El arte -aunque algunos se empeñen en ello- no es una moda, donde lo importante es ser original y marcar una tendencia. En el arte existen la maestría y la aristocracia, a las que no es fácil acceder sin emplear las horas de estudio y de trabajo precisos para alcanzarlas.