Alguien que sabe de esto me recordó no hace mucho la definición que daba Ben Bradlee -el director del Washington Post que cambió el rumbo del periodismo gracias al escándalo del «Watergate»- para explicar lo que suponía trabajar en un periódico: «Ser periodista -afirmaba- es como estar en el palco «vip» de un teatro, desde el cual puedes ver de manera privilegiada la representación de la realidad».

Y así es. Desde dicho palco uno no ve todo (nunca, ni siquiera en los sucesos más nimios, se ve todo), pero ve bastante más que la gente que está en la platea: Ve el suceso que desencadena la trama, ve el foso de la orquesta, ve parte de la tramoya, ve la reacción del público. Pero aunque estar en ese sitio privilegiado ayuda, no te garantiza nada: hay gente que aunque tenga el mejor asiento del mundo, nunca sabrá apreciar nada, ya sea el timbre de voz de una contralto o la dicción exquisita del actor.

Porque eso es lo que vale. Los redactores de INFORMACIÓN, desde hace un montón de años, disponen de la mejor localidad posible para ver lo que pasa en esta provincia, pero luego hay que saber explicarlo. Y es que el periodista es alguien al que se le exige escribir cada día, generalmente sobre algo que ha pasado hace pocos instantes, seguramente sin tener todos los datos al completo, y con la obligación de darse la mayor prisa posible: es decir, terreno abonado para que se produzca el error y la equivocación.

Y asumimos la mayor: claro que nos equivocamos en el pasado, lo hacemos en el presente y lo haremos en el futuro. Pero a lo que aspiramos en los próximos 75 años -con el permiso de nuestro editor, Javier Moll, que lleva la friolera de treinta y dos años dotando a esta empresa de los mejores recursos financieros, técnicos y humanos- es a seguir equivocándonos (y acertando: nadie llega a los tres cuartos de siglo por casualidad€) cabal y profesionalmente, y con el mayor criterio posible.

Y es difícil, porque el sector periodístico español se enfrenta a años decisivos. A la durísima crisis económica se nos suma nuestra revolución digital, ante la cual nadie tiene respuestas definitivas. Y se emiten señales contradictorias: en todo el mundo disminuye la lectura de prensa escrita, pero el dueño de Amazon compra el Washington Post; la oferta de portales de información en la red es infinita, pero son las ediciones digitales de las cabeceras tradicionales las que consiguen más internautas; se venden menos periódicos, pero las redacciones de radios y televisiones siguen organizando su trabajo a partir de lo que se publica en los mismos. Nadie duda que el futuro (y el presente) es digital, pero nadie es capaz hoy -como parecía tan claro hace diez años- de poner fecha de caducidad al periódico impreso.

Con ser cierto todo ello, la realidad actual, los avances tecnológicos y los hábitos de consumo de las nuevas generaciones nos obligan a seguir con una transformación imponente. Y cuando digo imponente, me refiero a que impone y da vértigo, como toda transformación que se precie. Y es que aún hoy, a muchos de los que trabajamos en este sector no se nos ha quitado la cara de susto, y es comprensible: en España, la prensa vivió su época dorada desde finales de los setenta hasta bien entrado este nuevo siglo. Casi treinta años de crecimientos ininterrumpidos -tanto en sus cifras de ventas de ejemplares, como en su facturación publicitaria- hicieron de los periódicos sitios seguros para los accionistas y estables para los trabajadores, que permitieron alcanzar unas condiciones laborales y de rentabilidad envidiadas por el resto de sectores. Pero fue a mitad de la década de 2000 cuando el modelo mostró síntomas de agotamiento.

La llegada de la crisis económica, la explosión de internet, la aparición de los «smartphones» y «tablets», y los avances tecnológicos en la transmisión de datos hizo el resto. Aunque damos un servicio público -el derecho a una información veraz- éste se da -hay radios y televisiones públicas en los estados democráticos, pero no periódicos de titularidad estatal- por parte de empresas privadas. Y como tales empresas, la industria periodística comenzó a sufrir los mismos avatares que el común de los mortales: los ajustes, ERES y recortes de inversiones entraron a formar parte de la jerga del sector (en donde hubo diferencias notables en la aplicación de dichas medidas) para mantener a flote las empresas. Todos nosotros, por tanto, empezamos a vivir menos tranquilos (aunque «tranquilo» no es un adjetivo aplicable a un periódico, porque aquí, tranquilo, tranquilo, no está nunca nadie: ni el director, ni el gerente, ni los redactores, ni los publicistas. La actualidad hace que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas varias veces a lo largo del día, y se vuelva a levantar otras tantas€).

Paralelamente y por si fuera poco, el sector también sufrió una crisis «mental», o de identidad, si se quiere: grandes figuras del periodismo nacional, de todos los colores, dictaminaron el fin de una época y de una manera de vivir la profesión, trasladando a la vez su impresión (unas veces inconscientemente y sin maldad; y otras veces, no tanto..) de que terminaba una era (la suya, claro: magnífica, gloriosa, vibrante e independiente) y empezaba otra (no lo decían, pero dejaban claro que no sería ni tan magnífica, ni tan gloriosa, ni tan vibrante ni tan independiente). Daban a entender que entrábamos en una época más mercantilizada, vil y amorfa donde todos (los periódicos) venderíamos nuestra alma al diablo por los «clicks» de los vídeos de gatitos o las visitas que nos proporcionaría el «chat» con la última concursante de Gran Hermano.

Pues disiento, señoría, que conste en acta. Entre otras cosas porque me va el sueldo en ello, naturalmente. Pero también porque, primero, la posibilidad de dar información de baja o pésima calidad a cambio de grandes ventas ha existido siempre, y ejemplos sobrados hay. Y segundo, creo no faltar a la verdad si digo que la oferta informativa actual es mayor que la que ha existido nunca: cabeceras tradicionales, diarios digitales puros, redes sociales, televisiones digitales, podcast de radios, revistas semanales antisistema. De todos los colores, de todos los signos, de todas las tendencias. Hoy en día es mucho más fácil (y más barato) editar, publicar, grabar. El problema actual es discernir, elegir bien, separar el grano de la paja, filtrar la morralla entre tanta opción.

Y en eso tendrán mucho que ver y mucho que decir los periodistas. De su capacidad de adaptación (a los nuevos formatos, a los nuevos soportes, a los nuevos lenguajes, a la interpretación correcta de las métricas que proporciona internet) dependerá nuestro éxito, pues supondrá que sus cabeceras se mantendrán fuertes, rentables y solventes: verdadera y única condición necesaria (que no suficiente, porque luego hay que aplicar talento, creatividad y oficio) para poder seguir asomándonos a este palco «VIP» privilegiado, y poder contarles de la manera más cabal y profesional posible lo que pasa en esta provincia. Como ayer, como hoy y como mañana.